Vladimiro Montesinos lo persiguió por la avenida Colonial en una febril carrera automotriz de neumáticos chirriantes en frenadas seguidas por piques desbocados, de pedal hasta el metal, quites bruscos con el volante, en una cacería en la que un viejo Volkswagen Escarabajo luchaba por evitar que el poderoso Dodge, Montesinos al volante, que lo perseguía, acorte distancias y le caiga encima.
Un juez le apuntó con una pistola mientras disparaba palabrotas que amenazaban convertirlo en colador.
Una jefa de la Sunat mandó a sus escoltas para intimidarlo y expulsarlo de su pacífica espera.
Un balazo de fusil le rozó la pierna en Raucana.
Y Carlos Saavedra siempre logró la foto.
Virtuoso del perfil bajo y del disfraz improvisado, prodigio de la ubicación intuitiva antes de que sucedieran los hechos que clamaban por una fotografía, la cámara de Carlos Saavedra aparecía en el momento crucial. Tomaba unas pocas tomas y desaparecía, por el camino y el tiempo más cortos posibles, hacia el cuarto de revelado de la revista Caretas y la exclusiva en la siguiente edición del semanario.
En el grupo de fotógrafos talentosos y extremadamente competitivos de la Caretas de los años ochenta, Saavedra resaltaba por sus diferencias. No llevaba, casi nunca, la cámara en ristre y el equipamiento de los otros fotógrafos. Normalmente portaba una cámara pequeña pero rendidora, con pocos lentes, que aconsejaban acercarse a lo que se iba a fotografiar. Por lo común la llevaba escondida; y prefería trabajar solo sus comisiones.
Ciclista amateur pero dedicado, Saavedra llevaba la filosofía del pedaleo, paciente, silencioso, previsor por lo baqueano, al acercamiento a su objetivo. Otros fotógrafos se movían con la notoriedad aparatosa de una Harley (y eso producía también resultados y largas memorias), mientras Saavedra apenas dejaba huella de su paso por una misión cuyo recuerdo era la fotografía exclusiva, que casi nadie, excepto él, podía recordar cómo se tomó.
En las noches de aquellos años, era frecuente, sobre todo en el Centro de Lima, pasar en un segundo de la luz a la oscuridad completa, en las casas, en las oficinas (como sucedía con nosotros) y en las calles. En ocasiones se podía escuchar el retumbar de un dinamitazo tumbándose otra torre de transmisión; y luego, la llamarada de un incendio, las detonaciones de un atentado o un arresto, mientras las sirenas ululaban en dirección a los daños y a las víctimas más recientes.
Las comunicaciones eran comparativamente muy rudimentarias pero lograban con frecuencia su objetivo. Fotógrafos y reporteros llevábamos beepers, en los que recibíamos mensajes de la redacción. En esos apagones seguidos por atentados, la reacción rápida era crucial y se trataba de distribuir a los fotógrafos a la geografía instantánea de las acciones de violencia que podíamos percibir o que nos llegaban por información de fuentes confiables.
Uno casi podía apostar que una o dos horas después, a veces antes, Carlos Saavedra subiría, con semblante de fatiga y emoción controladas, trayendo fotos dramáticas de la luctuosa cosecha de la violencia en esas horas oscuras.
¿Cómo lo hacía? Además de su instinto e intuición, Saavedra caminaba y pedaleaba mucho por los lugares donde acaecían eventos. Lo que para otros eran largos desplazamientos, para él resultaban pocas cuadras y podía así llegar primero a la información.
Tal como caminaba, sabía apostarse, aguardar y esperar el momento preciso para la foto de un objetivo difícil.
Cuando, en 1983, le encargué la comisión de fotografiar a Vladimiro Montesinos y a su socio de entonces, Jorge Whitembury, Saavedra se disfrazó de lavador de autos y logró fotografiar a Whitembury cuando este salía de su casa en San Antonio.
Con Montesinos, que vivía entonces en una trasversal de la avenida Colonial, Saavedra no tuvo el mismo éxito en camuflar su presencia. Montesinos, que se mantenía muy alerta respecto de posibles seguimientos o vigilancias, y era de ojo rápido, se dio cuenta cuando Saavedra lo fotografió y, al ver que este escapaba del lugar en su Volkswagen Escarabajo destartalado, se lanzó en su Dodge modelo gobierno militar para perseguirlo.
Años después, Saavedra recordó así esa persecución:
“La persecución fue como una serie de la época ‘Las calles de San Francisco’, los chirridos, los frenazos, su carro de ocho cilindros y el mío de cuatro. Me quedaron en la mente los golpes de timón y las calles pequeñas aledañas a la avenida Colonial. En vista de que no podía alejarme, me metía a calles desconocidas para mí en el Callao…”.
Saavedra se refugió en la comisaría que tuvo la Guardia Civil cerca del cruce de Colonial con Faucett, con Montesinos rozándole el parachoque. Ambos bajaron a la vez y entonces, recordó Saavedra: “Lo bueno es que después de la gran carrera vino la gran foto”.
La foto fue portada de Caretas y fue la primera nota, de la revista y mía, sobre Montesinos, siete años antes del inicio de su relación simbiótica con Alberto Fujimori.
Cuando dejé Caretas, a comienzos de 1987, vi una y otra vez, sin sorpresa, las fotos exclusivas y las primicias arriesgadas que Saavedra continuó logrando, con la modesta tenacidad que ocultaba su gran talento.
Carlos Saavedra murió hace pocos días, a los 83 años. Hasta que cayó enfermo, muy pocos hubieran adivinado, viendo su expresión lozana, con la sonrisa ajena a la huella de amarguras, la edad de este gran fotógrafo.
La muerte alcanza, años más o años menos, a todos. Y las noticias de esa generación apasionada e intensa de periodistas de imagen y de tecla, que afrontó con denuedo los inmensos desafíos de esos años trágicos, informan de desenlaces que uno siempre siente prematuros, injustos (como la muerte reciente de Mario Molina, cuando recién ingresaba a una etapa promisoria de florecimiento productivo). Informan también de epílogos que “la injuria de los años” predice cercanos.
Ese tiempo se agota y sus memorias se esfuman… ¡tanto talento y pasión y lúcido vivir en peligro que se llevará el olvido!
Carlos Saavedra no solo fue un gran colega, sino una persona cuya expresión franca y cordial llevaba siempre al abrazo y la sonrisa. El olvido llegará, pero mientras duren las vidas de ese tiempo continuará la memoria.
Fuente: IDL Reporteros