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Opinión

Jorge Frisancho: Esos falsos liberales

En las últimas semanas se escribió y habló en abundancia sobre el Proyecto de Ley 05903/2023-CR, presentado a mediados de septiembre por la congresista Adriana Tudela y respaldado públicamente por su colega Alejandro Cavero —ambos de Avanza País— con el supuesto propósito de “dinamizar” la industria cinematográfica peruana y hacerla “más competitiva”.

Entre varios otros, el cineasta Joel Calero ha desmontado ágilmente las falsedades y contrasentidos del proyecto, el académico e investigador Eduardo Villanueva ha explicado por qué, incluso cuando se le considera en sus propios términos, lo propuesto por Tudela no conseguirá lo que dice buscar sino algo muy distinto, y Mónica Delgado, crítica de cine y docente universitaria, ha mostrado de qué formas este proyecto responde a demandas políticas de ultraderecha e intereses específicos de determinadas facciones del capital, antes que a las realidades de la industria y el mercado que pretende regular.

En conjunto, estas indignadas intervenciones y otras similares —incluyendo la del propio Ministerio de Cultura— desnudan un proyecto de ley que no se basa en el conocimiento del tema o en un genuino interés en él, sino en una pura interdicción ideológica, en virtud de la cual abstracciones como “el mercado” o “la competitividad” cobran precedencia sobre cualquier evaluación objetiva y dominan cualquier análisis. La propia Tudela ha confesado que para preparar su proyecto no se reunió con ningún experto ni buscó informarse sobre el funcionamiento de la industria; solo “consultó a nivel económico, a nivel tributario”, y eso le bastó para decidir que “es importantísimo eliminar subsidios” e “incluir criterios de competitividad y eficiencia”.

Lo anterior puede hacerse extensivo a la actividad política general de estos jóvenes legisladores, dos exasesores de PPK arrastrados hasta el Congreso por la candidatura presidencial de Hernando de Soto en 2021 y autodefinidos como liberales a ultranza. No es difícil imaginar que entienden su función de esa manera: en todos los casos e instancias, lo suyo es fomentar y defender la actividad de agentes privados en el mercado, así como las libertades individuales definidas de la manera más estrecha y rígida posible. Sea cual sea la pregunta que se plantea, para ellos, esa será la respuesta.

A quienes asumen tal postura se les pueden hacer las objeciones usuales. Se les puede decir, por ejemplo, que su concepto abstracto de la libertad está tan alejado de las experiencias reales de las personas y las condiciones en que interactúan —condiciones necesariamente determinadas por el orden social y nunca puramente “individuales”: no hay tal cosa— que se vuelve no solo inoperante, sino absurdo, y sus resultados por lo general son desastrosos.

Se les puede decir que su noción idealista de los mercados ignora que estos no son un fenómeno natural, sino algo que se crea y se moldea mediante leyes y reglamentos, los cuales a su vez deben ser objeto de debate y negociación política si no se quiere que queden al albedrío de los agentes económicos (algunos, como es obvio, con mucho más poder que otros y capaces de distorsionar cualquier competencia).

Se les puede decir también que en el caso específico de las llamadas “industrias culturales”, que existen en un campo global, la promoción y defensa de la competitividad pasa necesariamente por el apoyo público contante y sonante a los agentes locales, un apoyo que no busque la obtención inmediata de réditos y rentas; dadas las barreras de entrada y las condiciones realmente existentes para el financiamiento y la distribución de productos, lo contrario es simplemente una declaración anticipada de derrota.

Y así sucesivamente. Se les puede decir muchas cosas. Pero la verdad es que a uno se le hace difícil no sentir que sería una pérdida de tiempo. Porque para no serlo tendría que tratarse de interlocutores genuinos y sinceros, y estos no lo son. Como muchos de sus pares peruanos, estos supuestos liberales son en realidad otra cosa, y no hace falta rasgar demasiado su barniz para encontrar el verdadero meollo de su ideología.

En el caso de esta “Ley Tudela”, tenemos a la vista ese meollo por partida doble. En primer lugar, busca eliminar la discriminación positiva que hoy favorece la producción audiovisual regional, incluyendo la que se hace en lenguas originarias. No hay ninguna razón para hacer esto; incluso en un esquema que privilegie los incentivos a la inversión privada, como quiere Tudela, se podría dar prioridad a producciones hechas fuera de Lima y en lenguas distintas al castellano (algunas de las cuales en los últimos años se han contado entre lo más celebrado, exitoso y comercialmente viable del cine nacional).

Más grave aún que lo anterior, e igual de sintomático, es el hecho de que el proyecto presentado busca incluir en el reparto de recursos a productores extranjeros, hoy —como en todas partes del mundo— impedidos de competir por las ayudas públicas nacionales. La idea, surgida tras constatar que la película británica Paddington in Peru se rodará mayormente en Colombia, es hacer las locaciones peruanas más atractivas para financistas foráneos, contribuyendo a alivianar sus costos con fondos del estado.

No queda claro de qué forma entregar esos fondos a empresarios extranjeros ayudaría a hacer “más competitiva” a la industria local, como ha asegurado Tudela en sus declaraciones. Sí queda claro, en cambio, que para quienes idearon este proyecto de ley, el principal y quizá único activo con el que cuenta el Perú ante el capital global es su territorio, y que la principal función que el país puede y debe cumplir es la de decorado, utilería o telón de fondo.

En esto, y aunque Tudela lo ha promocionado como una “ley de cine”, los redactores del proyecto de ley han sido explícitos: se trata en realidad de una ley de locaciones. El artículo 1 lo dice dos veces, por si una no bastara: el objeto de la ley es “fomentar la inversión para el desarrollo de producciones (…) en territorio nacional” e “impulsar la promoción del uso de locaciones del territorio nacional”. El tema ahí es el uso del territorio, no el desarrollo de capacidad productiva, algo mucho más complejo y abarcador que simplemente dirigir la atención de los inversionistas a tal o cual escenario peruano.

En otras palabras, para estos falsos liberales el Perú es y solo puede ser un paisaje del cual extraer renta, no un espacio donde generar valor mediante la actividad propia; “dinamizar” la economía solo puede significar que se abra aún más el espacio para tal extracción, devastando si es necesario a los agentes locales, cuyos intereses y necesidades son vistos como lastres para la “eficiencia”.

Esta es una mirada rentista y semifeudal, no importa cuanto quiera imaginarse como pro-capitalismo. Es también una mirada profundamente colonial, aunque se revista de vocablos contemporáneos y se barnice de modernidad. Su deseo reactivo y visceral —su deseo reaccionario— es mantener intacto el orden de la dominación en todos los ámbitos de la vida peruana, donde, desde su perspectiva, una película quechua o aymara o ashaninka, habráse visto, no puede ni debe tener lugar.

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