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Opinión

JUAN ARIAS: ¿Qué diría hoy el judío Jesús de la guerra en Israel?

La Navidad se ha convertido en la fiesta de la alegría, de la amistad y del perdón y alcanza más allá de los propios cristianos. Solemos así felicitar a los que amamos deseándoles sobre todo paz. ¿Y este año?

Cada Navidad suele pedirme el periódico que escriba algo sobre lo que de cierto se sabe de la figura emblemática del judío Jesús que abrió el camino al cristianismo. ¿Existió? ¿Dónde nació? ¿En Belén o Nazaret? ¿Es verdad que tuvo hermanos y hermanas? ¿Estaba o no casado con María Magdalena? ¿Es histórico que fue crucificado? ¿Lo condenaron los judíos o los romanos? ¿Es cierto que acabó resucitando? ¿Y si no hubiese existido?

Este año, al escribir esta columna en una nueva Navidad, que para mí es la 91 de mi vida, al pensar de qué escribiría no he podido olvidar que la vamos a celebrar en plena y desgarradora guerra de Israel, a dos pasos de Belén, donde según la tradición nació Jesús. Y a dos pasos de Egipto donde, también según la tradición los padres de Jesús, María y José tuvieron que huir porque el entonces rey Herodes quería matar al nuevo Mesías recién nacido. Y para ello mandó matar a todos los niños hasta los cuatro años.

Lo que se me ocurre escribir este año es que esa guerra con todos sus interrogativos, infinitas interpretaciones, a la búsqueda de quién es más culpable de quién, lo cierto, sin discusión es que se trata de lo más lejano de lo que predicó aquel curioso judío que revolucionó la historia. Difícil entender el cristianismo sin el judaísmo. Y al revés. Y difícil entender lo que aquel judío que desafió al poder de su tiempo, que era a favor de la vida y no de la muerte pensaría de una guerra con tanta sangre corriendo en los llamados “los santos lugares”.

En una Navidad con tantos inocentes muertos de ambas partes, hay que recordar a los cristianos que si estas fiestas evocan alegría y ternura, porque se trata de nacimiento y no de muerte, entre tantas discusiones políticas o pseudopolíticas, no es posible olvidar lo que fue el manifiesto de Jesús, las llamadas Bienaventuranzas:

“Dichosos los que trabajan por la paz porque ellos serán llamados hijos de Dios. Dichosos seréis cuando os injurien, os persigan y digan contra vosotros toda suerte de calumnia. Dichosos los perseguidos por ser justos”.

¿Difícil? Sí, diría imposible. Y sin embargo no existirían guerras, ni genocidios, ni holocaustos, ni matanzas de mujeres y niños inocentes sin creer que la paz es mejor que la violencia y la verdad que la mentira.

Nuestro mundo seguirá siendo un infierno de sangre y dolor, de embustes y de injusticias, de guerras disparatadas engendradas en la oscuridad de la avaricia y en la sed de poder, en las que acaban, siempre, sacrificados los inocentes. Lo fácil es justificarlas. Lo difícil es gritar, juntos, creyentes o no, que no importan los adjetivos dados a las guerras, ya que lo que nos hace felices es la vida y no la muerte. O lo que escribían en los muros los jóvenes quijotes de las revoluciones: “Haced el amor, no la guerra”.

Hoy estamos empobreciendo el lenguaje hablando de guerras justas o injustas, de guerras políticas o religiosas. Como decía un amigo mío “Dejémonos de pamplinas: guerra es guerra y basta”.

Quizás porque estoy convencido, por mi experiencia de muchos años vividos, que en lo hondo del pozo oscuro de cada uno de nosotros existe una luz de esperanza, que todos preferimos la paz a la guerra, la amistad al odio, las lágrimas de gozo que las de sangre, me atrevo a decir a mi puñado de lectores y amigos: ¡Feliz Navidad de paz!

¿Nada más? Sí, nada más. ¿O es que les parece poco?

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