Nadie sabe qué pasa por la mente de Pedro Castillo. La respuesta fácil, la de los caricaturistas racistas, es que en la cabeza del mandatario no pasa nada. Pero no me convence. Por un lado, es cierto que cuando veo que el presidente es incapaz de aprenderse bien el nombre Kimberly para una ceremonia nocturna en homenaje a la atleta pienso en posibles problemas cognitivos. Pero por otro lado, con el pasar de los meses he observado en Castillo una franca capacidad de lectura. No la de los libros, eso está claro. Hablo de leer la realidad con visión panorámica, esa habilidad que comparten ciertos estadistas y ciertos pillos, y que sin duda poseen los sobrevivientes.
El presidente sabe leer su posición mejor que los analistas arrogantes que dijeron que no pasaba de fin de año (pasado) y que no llegaba a 28. Esos señores insisten en ponerle fecha de caducidad pero ya van varias prórrogas. Lo cierto es que, a decir de los hechos, Castillo hace tiempo que sabe dónde está parado y asume su lugar precario en el ajedrez político. Neutralizado y débil, pero inamovible. Ya se mantuvo un año contra todo pronóstico. En unos meses alcanzará el tiempo que tuvo en el gobierno Pedro Pablo Kuczynski, presunto viejo zorro que se doblegó con relativa rapidez, como un corderito.
En un camino lleno de zancadillas, Castillo ha descubierto una cualidad insospechada, casi un superpoder: el de generar desesperación en el establishment que ha gobernado el Perú, por poder político y económico (y hasta cultural). Desde la derecha más rancia hasta la izquierda caviar —que supuestamente lo toleró, aunque lo suyo solo era vigilancia condescendiente—, pasando por la alta sociedad y los arribistas endeudados de Lima urbana, el rechazo que genera aparición es alucinante y visceral.
Castillo usa ese rechazo para que sus enemigos estallen, en un espectáculo penoso.
Vean sino el caso de Augusto Álvarez Rodrich, antiguo emblema del progresismo peruano que hizo de la mesura su consigna. Hoy es un personaje desencajado y radicalizado —y últimamente, paranoico— con un nulo respeto a la investidura presidencial, que usa su programa para atacar al mandatario burlándose, tratándolo como poca cosa y haciendo chistes de los que solo él se ríe. Como a otros y sin hacer nada, Castillo lo ha dejado calato, le ha quitado su careta y sus ajuares de buenos modales democráticos, algo no menor para alguien que ha vivido de la corrección política, una suerte de sacerdote del periodismo decente, que se vendió siempre como la antítesis de Aldo Mariátegui (hoy este último, en comparación, brilla con la dignidad de la coherencia, créanme que odio decirlo).
También le pasó a Vargas Llosa, que llama a Castillo ignorante y arruga la nariz, envejecido y reaccionario. O Pedro Cateriano, todo un notable cultísimo que hoy difunde fakenews. Me da la impresión que hasta sus rostros se han desfigurado por el efecto Castillo: el asco sostenido cansa los músculos faciales.
Son varios los que han corrido esa suerte. Se los ve hablar juntos en la televisión hegemónica, discutiendo la mejor forma de deshacerse de Castillo, y nos recuerdan a esos cónclaves de tíos en la junta vecinal del condominio, que buscan la mejor manera de acabar con ciertas fiestas demasiado pueblerinas y provincians; sin quebrar la ley, claro.
Castillo sabe que esas performances patéticas son la mejor forma en que sus enemigos pierden energías. Sin hacer nada, los va matando. Pedro Castillo se hace el tonto, pero lee, lee bien. Sacarle caricaturas de burro y decirle analfabeto le hace juego a esa mascarada. Como supo bien Jorge del Castillo en los ochenta, no hay nada mejor para un político que se lo tome por estúpido. Le da una especie de inimputabilidad social.
De hecho, creo que el presidente ha esperado el momento de mayor presión en su contra, cuando le hacen una redada a domicilio —que nos recuerda a las épocas feas de las redadas a familias enteras, con mujeres y niños— y le impiden ir a Colombia a celebrar con Gustavo Petro —cosa que ha generado protestas internacionales— para salir, por primera vez, a enumerar enérgicamente lo único que ha recibido desde que inició su mandato: pedidos de vacancia presidencial, acusación constitucional, inhabilitación, suspensión y presión para una renuncia.
Su respuesta es dejar claro que él no va a renunciar. Y si bien no es exactamente el “yo no voy a renunciar” de Allende, es un mensaje bastante fuerte y se oye bien. Sabe —tiene que saberlo— que plantarse así irrita y molesta. Genera que lo traten como a un compadrito en un cargo que no le corresponde, un insecto molesto. No lo veo desesperado. Al contrario, él provoca desesperación. Hace unos meses un congresista dijo que sacar a Castillo iba a ser mucho más complicado que con Vizcarra y que iba a correr su “cuota de sangre”. Esta semana, un excongresista que trabaja en el canal de las fakenews dijo que a Castillo, como es comunista, “hay que meterle un lanzallamas, hay que arrastrar el cadáver”.
El lanzallamas de la fantasía homicida siempre es un lanzallamas volteado. Te quema la cara.
Todos hemos conocido gente como el mandatario. Tipos que usan la animadversión que generan, que no tiene motivos racionales, para sacar lo peor de quienes no los quieren cerca, y hacer evidente el prejuicio de esas personas.
Castillo reclama un derecho no menor: ser investigado por corrupción al terminar su mandato. La imagen surrealista de la policía llegando al mismísimo Palacio no es síntoma de que su gobierno sea tan inmensamente corrupto que genera tal hipérbole. Es síntoma de que a él le pueden hacer cosas que a otros no. La impunidad para los insultos a mansalva, la frescura de jugar tiro al blanco con un Castillo de cartón, de la piñata del burro en las fiestas infantiles, es parecida al aplomo de un Poder Judicial que no se atrevería a tanto con los corruptos mayores que hemos tenido como inquilinos previos.
No sé si el pedido de Castillo es justo —no confío en él—, pero de momento me parece que genera motivos de identificación en muchísimos peruanos, y un renacimiento del núcleo duro en torno ya no a su proyecto, sino a su figura. También me devuelve las ganas de luchar contra los golpistas, que siguen siendo el mal peor.
Tomado de :(Por Juan Manuel Robles. Hildebrandt en sus trece # 598)