Este domingo millones de chilenos rechazaron en las urnas la ilusión del orden autoritario, la libertad de aplastar a los más débiles. Ojalá hubiera sido una decisión realmente mayoritaria: en esas elecciones dramáticas, tajantes, apenas participó el 55% de las personas habilitadas para votar.
Es la tendencia general en la región: en la primera vuelta de esas mismas elecciones votó el 47% de los habilitados; en las regionales venezolanas de noviembre fue el 42%; en las confusas presidenciales nicaragüenses, el 65%. Se diría que, en general, gane quien gane, últimamente en América Latina la que suele perder las elecciones es la democracia.
Hace 40 años la democracia era la gran aspiración de tantos latinoamericanos. Después de décadas de golpes, dictaduras, absolutismos varios, en los ochenta y noventa la mayoría de los Estados de la región recuperaron gobiernos elegidos. Y era, para todos los que habíamos sufrido las diversas dictaduras, la concreción de una esperanza. Mi generación y una o dos más crecimos bajo el tótem democrático: la democracia era eso que habíamos alcanzado con brutos sacrificios, y estábamos dispuestos a defenderla con todo y contra todos. Se hizo famosa, entonces, aquella proclama del doctor Alfonsín, político argentino, que en 1983 hacía campaña prometiendo que “con la democracia se come, se educa, se cura”.
Estas últimas décadas, duras como todas, nos enseñaron que con la democracia se vive en democracia y que eso es decisivo, pero no siempre alimenta. Ahora las democracias latinoamericanas gobiernan a 60 millones de hambrientos, más de 200 millones de pobres. Y los efectos se ven claros. Un estudio de Latinobarómetro dice que en 2010 un 63% de los latinoamericanos todavía apoyaba la democracia; en 2020 había bajado al 49%.
El estudio muestra que los jóvenes la defienden menos que los viejos, los pobres menos que los ricos, y que cuatro de cada cinco latinoamericanos están de acuerdo con que “los gobiernan grupos poderosos en su propio beneficio”; hace 10 años eran tres de cada cinco. La diferencia es un 20% de los latinoamericanos, más de 130 millones de personas que, en este período, dejaron de creer que el sistema democrático fuera bueno para ellos —y empezaron a creer que era bueno para otros—. Y entonces un 27% de los encuestados dice que “a la gente como uno nos da lo mismo un régimen democrático que uno no democrático”. Esa “gente como uno” establece un sector al que la democracia le da igual porque cree que no le da nada.
Es casi lógico: ahora las generaciones más activas son las que nacieron en democracia, las que no pelearon por ella, las que no levantaron el tótem. Para millones de jóvenes ñamericanos, la democracia no es más que el sistema en el que han vivido toda su vida, el sistema que no da respuesta a sus necesidades más primarias: el sistema con el que a menudo no comen, no se curan, no se educan, ni siquiera consiguen un trabajo o un respeto o un lugar en el mundo. Y entonces lo cuestionan y, humanos al fin, se preguntan si hay otros posibles.
Y eso se ve en la práctica, y plantea el problema de la legitimidad. Si un mecanismo que serviría para representar a las mayorías es desdeñado por las mayorías, ¿para qué sirve? ¿Qué lo justifica? La democracia se define como la forma en que las mayorías pueden manejar los rumbos de sus países —y sus vidas—. Se podría argüir que la definición es ilusoria porque, en definitiva, poderosos diversos manejan esos rumbos con el aval del voto de las mayorías. Pero, aún sin argüirlo, si millones no votan, la base se derrumba: si las mayorías prefieren no elegir el “gobierno de las mayorías”, ¿de quién es el gobierno? Si la participación no es mayoritaria, ¿se sostiene el sistema? ¿Por qué no votan los que no votan? ¿Porque no reciben la educación necesaria? ¿Porque no tienen el tiempo y las herramientas para pensar en quién votarían? ¿Porque no creen que votar les cambie nada? ¿Porque hace demasiado tiempo que no cambia nada?
Son las dudas actuales. Para nosotros, los más viejos, la situación es conflictiva. Creímos en la democracia, nos enganchamos a la democracia. Durante décadas, su tótem nos paralizó: el miedo a esos desastres que antaño la reemplazaron nos hizo aferrarnos a ella y, aun cuando veíamos sus fallos, cuando no daba las respuestas esperadas, renunciamos a buscar otros modelos. El problema es que todavía no hay otros modelos; el problema es que nunca los habrá si no los buscamos; el problema es que a menudo esas búsquedas desembocaron en modelos mucho peores; el problema es que tenemos miedo; el problema es que otros quizá no lo tengan. El problema es que no terminamos de saber cuál es el problema.
O sí, en parte: la democracia, que solía ser la solución a todos los problemas.
Quizá ya sea el momento de repensarla en serio.