Las calles del centro poblado de Thunuhuaya huelen a eucalipto. Es un olor fresco, reconfortante, que recuerda el sabor de un té caliente para aliviar la tos. Las plantas rodean las pequeñas casas de paredes rojizas y perfuman el aire. Pero en esta zona de Puno ese es el aroma del abandono. La cantidad de eucaliptos en una comunidad, dicen los vecinos, es inversamente proporcional al número de sus habitantes, y a quienes cultivan sus parcelas con dedicación.
“Por gusto hay tantos árboles, el eucalipto malogra la tierra”, reniega Hernán Cruz Quispe, agricultor aymara de 61 años, padre de cinco. Hace unos años, decidió limpiar sus terrenos de los nocivos eucaliptos, con sus hojas verdes y alargadas de olor mentolado. No han hecho lo mismo sus antiguos vecinos: muchos de ellos ya se fueron de Thunuhuaya.
Si antes este paraje de la región altiplánica ―al pie del Titicaca, a unos minutos de la frontera con Bolivia― tenía cientos de habitantes de todas las edades, ahora quedan, sobre todo, adultos arriba de los 40 o 50 años. Hernán Cruz Quispe es uno de los pocos que insiste en no dejar el hogar de su infancia. “Mis hijos sí están en Ácora, por la educación. Ahí viven y ya no quieren regresar”.
EN DEFENSA DEL AGUA. Puno es una de las regiones del Perú en donde las poblaciones están organizadas para defender un recurso vital cada vez más escaso.
Por estos lares, otras razones para desertar ―además de los estudios, el trabajo, el “progreso” en general― son: el clima, que se ha vuelto más impredecible; las cosechas que son más exiguas; y el Titicaca, más lejano. “El año pasado el lago se alejó bastante, ahora se ha recuperado, pero poco nomás ―dice don Hernán sobre la escasez de lluvias de 2023―. Habas ni un kilo hemos alzado”.
Las personas que se desplazan de sus lugares de origen debido a eventos ambientales como inundaciones, lluvias, sequías, terremotos o incendios forestales son llamados migrantes ambientales, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Varios de los vecinos de Thunuhuaya integran este grupo, aunque muchos de ellos aún no lo saben.
Los siete especialistas en derechos humanos, clima, crisis climática y/o migración que hablaron con OjoPúblico, coinciden en que en Perú todavía no existen muchos datos al respecto. Pero los organismos globales pueden dar algunas luces: según el Centro de Monitoreo de Desplazamientos Internos (IDMC por su sigla en inglés), en 2022, hubo 8,7 millones de desplazados internos por desastres en el mundo: 45% más que el año anterior. Del total, 29.000 fueron peruanos.
En orden descendente, los desastres que provocaron más desplazamientos fueron: las inundaciones, las tormentas, las sequías —año a año más frecuentes en Puno—, los incendios forestales, los deslizamientos y, en último lugar, las temperaturas extremas.
EL HOMBRE Y EL LAGO. Hernán Cruz Quispe, al pie del Titicaca, cerca de la zona de la frontera entre Perú y Bolivia conocida como “Culebra del Sur”.
Pero la migración ambiental es una categoría paraguas que comprende una más extrema y que en los últimos tiempos se hace más presente: la migración climática. Esta última, dice la OIM, es el desplazamiento de las personas debido a eventos del clima provocados específicamente por la crisis climática.
En Perú, Teófilo Altamirano Rua es uno de los que ha investigado y escrito sobre el tema. “A las razones que han existido en la migración, que son el deseo de trabajar, de estudiar, de mejorar, etc. ―explica el autor de Refugiados ambientales: Cambio climático y migración forzada― se ha montado uno nuevo, que es el cambio climático”.
Para Altamirano Rua, uno de los motivos más influyentes en la migración por la crisis climática es la cantidad y la calidad del agua cada vez más deficientes: “Esto es lo que está produciendo millones de desplazamientos en el mundo”.
LA COSECHA Y EL CUIDADO. María Candelaria Bautista, esposa de Hernán Cruz Quispe, protege los brócolis de su huerto de la lluvia.
En la porción menguada del Titicaca que humedece las orillas de Thunuhuaya ya no es fácil encontrar los carachis, las truchas y los pejerreyes, que antes eran alimento y abundaban. Pero Hernán Cruz Quispe quiere creer que la falta de agua aún no es una amenaza que augura la extinción de su pueblo.
Después de limpiar sus tierras de los árboles malignos, comenzaron a crecer, poco a poco, las papas, las habas, la quinua. Incluso se animó a sembrar ajos junto con su esposa y sus hijos. Pero la venta fue un “fracaso”: la familia Cruz Quispe sabe que de lo suelos de su comunidad no podrán vivir más.
Quizá lo entendieron antes quienes ocupaban las casas aledañas, ahora vacías o abandonadas. Mientras arrastra sus pasos por un camino de tierra cerca a su huerta, Hernán hace un recuento de las bajas.
“Ese se fue ya, al otro mundo, ya no vive”, dice sobre quien fue el dueño de una casita de techo de paja. “Su hijo mayor está en Lima, el otro en Tacna, el menor en Moquegua. Ya nadie viene ya”, y señala una casa con puertas de estera. “Allá al frente no hay nadie, están en la mina”. “Ahí los vecinos solo guardan sus ganados”. “Nadie llega ahí tampoco”. “Esa casa también está abandonado”.
Por todo Thunuhuaya, junto a los eucaliptos del abandono florecen, y persisten, unos arbustos coposos desde los que cuelgan racimos de flores de cantuta, muy rojas y muy vivas.
UN PUÑADO DE CEREAL. Cañihua sin procesar de la comunidad puneña de Saytococha, en el distrito de Santiago de Pupuja, en la provincia de Azángaro.
El agua ya no cae del cielo
Las gotas de una discreta lluvia hacen un ruido recio al caer sobre los techos de calamina de las casas de Saytococha. Tac, tac, tac. Bajo su cobertizo, Agustín Mamani Mamani protege su pequeño cuerpo, encorvado y lento por sus 81 años.
“Estoy sucio, sucio”, dice entre dientes y luego habla en quechua consigo mismo.
En este centro poblado de la provincia puneña de Azángaro, incluso una lluvia rala y fugaz como esta no se puede despreciar: las sequías son cada vez más continuas y, aquí, las precipitaciones son la principal fuente de abastecimiento de agua.
El truco es sencillo: como sus demás vecinos, el señor Mamani Mamani y su esposa han instalado unas canaletas al borde de sus calaminas. Estos tubos largos recogen las gotas de lluvia y las reconducen hacia unas bateas negras y grandes amontonadas en el piso.
El líquido que se acumula en los recipientes es de un color café desteñido. De él toman los esposos Mamani Mamani y también sus vacas, ovejas y cerdos.
“Hemos aprendido a agarrar el agua de la chorrera de calamina ―había dicho minutos antes Carmelo Ticona Zapana, presidente del centro poblado― eso juntamos”. También dijo que, si años atrás unas 140 familias poblaban Saytococha, ahora solo quedan la mitad: “Ese es el factor por el que se van los jóvenes, los niños, por el agua”. Muchos de los actuales moradores son ancianos como la pareja Mamani Mamani, cuya única hija se mudó hace muchos años a la ciudad.
HACIA EL HORIZONTE. Mercedes Chambilla Acachi, vecina de la comunidad de Aracachi, en la provincia de Chucuito, mira hacia donde pastan sus ovejas.
Los procesos de migración, como el climático, provocan tanto movimientos, como inmovilidad, explica Pablo Peña Meza, coordinador de la Unidad de Emergencias y Asistencia Humanitaria de la OIM. Mientras los más aptos para la conmoción, como jóvenes y adultos jóvenes, dejan atrás sus hogares; los menos capacitados, adultos mayores y otras poblaciones vulnerables, permanecen en el mismo sitio y se van quedando aislados.
“La inmovilidad es muy tangible en la zona alto andina ―dice Peña Meza―. Aquellas personas que quedan en las zonas rurales quedan, evidentemente, muy vulnerables, muy alejadas de los servicios”.
Los eventos del clima siempre han existido, añade, pero la crisis climática está alterando su intensidad, su previsibilidad y su recurrencia. Por lo tanto, los desplazamientos y las inmovilizaciones también se han vuelto inusitados y acelerados en los últimos tiempos. El IDMC calcula que, en 2022, se produjeron 32,6 millones de desplazamientos internos debido a desastres en todo el mundo: 41% más que la media anual de los últimos 10 años.
EN PLENA FAENA. Alejandro Chacón Goyzueta y Yola Arapa Quispe, en Saytococha, golpean con un mazo las ramas de cañihua para desprender sus granos.
Alejandro Chacón Goyzueta, por ejemplo, es un ave de paso en Saytococha. Cada tanto llega desde la región de Arequipa para ayudar a sus primos, don Mamani Mamani y su esposa, en la cosecha de cañihua, cebada, papas.
“Mis primos son ancianitos, como yo soy joven todavía, carajo, vengo a ayudar”, dice don Chacón Goyzueta, mientras arranca con una hoz las ramas del cereal. A pesar del viento helado de la mañana, calza ojotas y lleva los pantalones remangados. Para demostrar que todavía está en forma, silba una tonada desconocida y da saltitos sobre su sitio: “No tengo frío”.
Pero, en realidad, el jovial y entusiasta Alejandro tiene 80 años y se está quedando sordo. “Yo siempre vengo a visitar a mi familia porque estoy enfermo del estrés, por ese maldito estrés me duele el oído”. En esta comunidad de casas distantes o derruidas, los adultos mayores son a la vez la fuerza de trabajo, los visitantes, la familia y los amigos.
Y la lluvia, que desde hace unas semanas ha comenzado a caer con recato, calma la sed de los vecinos, pero también arruina los frutos de sus chacras.
“El año pasado no había agua, nada. Gracias a dios, al señor hay que dar gracias, este año hay lluvia, hay cosechas, hay papita también, pero se está agusanando”, dice el hombre. “Dos, tres gusanos… acá está, mira”, y señala con su dedo, que parece una rama antigua, unas larvas pequeñas y blanquecinas que se retuercen entre los granos parduzcos de la cañihua cosechada, extendidos sobre una manta de plástico azul eléctrico.
En el Altiplano peruano, los colores son potentes y son impensados y marcan las señales sobre el bienestar y el fracaso.
JORNALERA. Basilia Quispe Ticona, vecina que vive sola en la comunidad de Saytococha, después de haber ordeñado a una de las vacas que cuida por unos soles.
Las precipitaciones que el año pasado hicieron tanta falta, son un arma de doble filo cuando son abundantes o impensadas, explica Sixto Flores Sancho, director del Servicio Nacional de Meteorología e Hidrología del Perú (Senamhi) en Puno. “Son positivas en algunos cultivos, pero también el exceso de lluvias trae plagas, enfermedades ―explica―. Hay un gusanito que ingresa a los granos por exceso de humedad en el suelo y el ambiente, entonces probablemente van a tener daño”.
El impacto que están dejando las lluvias aún se sabrá en unos meses, según Flores Sancho. Es necesario llevar el recuento de estos eventos, insiste, algo que no ocurrió con la escasez del año pasado: “No ha habido esta cuantificación, porque aquí no ha habido declaratoria por impacto de sequías”. Para el experto, esta es una negligencia de las municipalidades de la región.
Pero en general, aún se desconoce mucho sobre las consecuencias de la crisis climática en ciudades del Ande, explica Mario Cépeda Cáceres, investigador del Instituto Democracia y Derechos Humanos de la Pontificia Universidad Católica del Perú (Idehpucp). La zona del país donde más se ha registrado este fenómeno es la costa norte: “Es donde más se ha trabajado en términos de prevención y de comprensión del problema de la crisis climática”.
A LA RONDA. Edith Rivera Mamani, Antonia Mamani Condori y Luminada Mamani Condori, ronderas del distrito de Nicasio, en la provincia de Lampa.
A pesar del olvido, y de su confusión, Estela Chacón Turpo dice que ella no se irá a ningún sitio. “Tengo 61 años. O sea, yo en el 55 he nacido. Entonces tengo 68 o 67… por ahí”. En Saytococha, hasta donde sus memoria de casi setenta años lo recuerda, nacieron sus padres, sus abuelos y el resto de su familia.
“A dónde voy también, no tenemos donde vivir en la ciudades ―dice la esposa de Agustín Mamani, mientras saca agua con un balde, desde un takapi ubicado detrás de su casa―. Acá en el campo siempre hemos nacido y así estamos sufriendo, qué vamos a hacer”.
Después cuenta que su hija y su nieta vienen, a veces, y con las mismas se van: “Qué van hacer también pues acá”. Tras su visita le dejan unos cuantos periódicos, que Estela dobla y guarda en el lado derecho de su cama matrimonial. Durante las siguientes semanas, lee una a una las noticias que para entonces ya están desfasadas, como suspendidas en un instante que doña Estela misma ya no sabe reconocer.
Si el agua no llega, el agua se busca
Si el agua no llega a Jupari, Jupari encuentra el agua. Como la laguna que tenían se extinguió hace mucho y no hay un servicio que los abastezca, en esta comunidad del distrito de Nicasio, en la provincia puneña de Lampa, cada uno de los vecinos ha cavado pozos subterráneos cerca de sus casas. Eso quiere decir que, como hay 159 viviendas, al menos existen 159 agujeros que se extienden varios metros bajo tierra.
“Pero poco a poco el agua se está disminuyendo ―dice el jefe rondero Willy Chura Paricahua―. Antes teníamos una laguna, ya no existe”.
En el campo verde y amarillento la población también ha formado takapis ―una suerte de lagunillas artificiales― donde se deposita el agua de la lluvia. De allí beben los animales.
Visto desde lo alto, Jupari parece un terreno de batalla con decenas de huecos salpicados a lo largo y a lo ancho.
EN BÚSQUEDA DEL AGUA. Takapis cerca de la comunida de Jupari, en el distrito de Nicasio, donde las personas se abastecen de agua cavando estas lagunillas artificiales y pozos subterráneos.
El presidente de la comunidad, las tenientinas, los ronderos y las ronderas, están parados a la entrada de una pampa que se extiende varios kilómetros hacia adentro, a unos cuantos metros de distintos pozos y takapis. Uno después de otro comienzan a recordar sus periplos de migración.
“Yo he vivido en Lima y en Arequipa”. “Yo vivía en Comas”. “Yo vivía en San Juan de Lurigancho, vendía ropa en el mercado”. “Yo recorrí Huancayo, Jauja, Cerro de Pasco”. “Yo me arrepiento de haber vuelto”.
Aquí varios ya hicieron el viaje de ida y regreso. Han ganado y han perdido y han adquirido lo que se conoce como “experiencia”. Pero no quieren lo mismo para sus hijos, porque si algo están de acuerdo es en que quienes se quedan en Jupari van a bregar contra el aislamiento y la permanente sequedad.
En el país las normativas sobre el derecho de las personas a un medioambiente estable aún está en construcción. Desde 2018, existe la Ley Marco Sobre Cambio Climático, pero además de su reglamento, se necesita la aprobación de la Estrategia Nacional ante el Cambio Climático al 2050 que traza un camino mucho más claro, explica Pablo Peña Meza, de la OIM. Dicha estrategia nos dirá “cuáles son las metas, qué es lo que se busca, qué se entiende cuando se habla de deforestación, de migración climática”.
LOS NIÑOS A LAS AULAS. Clase de primero, segundo y tercero de primaria de la escuela 70474 de la comunidad de Jupari.
Pero ya se va acercando el tiempo en que los países comprendan que los derechos humanos también deben ser asegurados ante la crisis climática, explica Andrea Domínguez, abogada de Idehpucp especialista en derecho ambiental.
Por el momento, agrega, en nuestra región aún tiene mucho trabajo pendiente: “El tema de justicia climática, se ha estado dando alrededor del mundo, más bien en Latinoamérica va un poquito más retrasado en ese en esa línea”.
Hace falta una serie de medidas indispensables, dice Andrés Lescano Guevara, director del Centro Latinoamericano de Excelencia en Cambio Climático y Salud (Clima) de la Universidad Peruana Cayetano Heredia. Entre ellas está la de la transición energética.
“Es muy importante hacer una transición energética en el país hacia las energías más renovables, necesitamos salir de la dependencia y exclusividad por la energía basada en combustibles fósiles ―dice el experto―. Tenemos que hacer esa transición para no solamente reducir el avance del cambio climático, sino también para gozar de los beneficios que eso va a traer en la salud de las personas”.
RESISTENCIA Y DECISIÓN. Humberto Choque Huallpa, teniente de la comunidad de Aracachi, en la provincia de Chucuito, donde el agua es un bien preciado que se defiende con convicción.
Pero al menos por ahora, los quince alumnos de la escuela primaria de Jupari, tienen problemas un poco más urgentes por resolver: aprender las tablas de multiplicar. Los niños y las niñas del aula de cuarto, quinto y sexto dicen que ya llegaron hasta el número seis.
Además, aún miran el futuro como algo lejano y abstracto, algo posible en el que las oportunidades están a la mano si las deseas.
A ENGORDAR LOS GANADOS. Vecina de Jupari cuidando al ganado en el campo. El año pasado muchos de los dueños tuvieron que rematar sus animales flacos por la falta de forraje.
En el aula de primero, segundo y tercero al menos tres de los niños quieren ser policías. Otro alza unos guantes de arquero y grita que “quiero ser futbolista”. Hay quienes piensan en ser doctores, enfermeros, veterinarias. Una vocecita decidida dice “yo quiero ser cantante de reguetón”.
Desean hacerlo para ayudar a sus madres y a sus padres, así como lo hacen desde ahora en las tareas de sus chacras: arrear a las ovejas, alimentar a las vacas.
Arriba de uno de los pizarrones acrílicos dice con letras grandes de cartulina azul “DIOS NOS GUÍA” . O, al menos eso parece porque la oración está incompleta, con espacios vacíos en medio.
Ninguno de esos chiquillos parece haber pensado que alguna vez podría llegar el día de partir.
MIGRANTES MAYORES. Muchos de los adultos mayores de las comunidades de Puno, como Daniel Limache Illacutipa, vivieron fuera de sus hogares por años, pero luego retornaron para quedarse.
Fuente: Ojo Público