Hace 31 años, un día como hoy, el autogolpe de Alberto Fujimori avalado por todos los poderes de turno -dato que algunos convenientemente ignoran- dio inicio a una dictadura que nos ha dejado mucho más que solo resacas.
Hace más de cien días las calles del Perú cantan sin parar “esta democracia ya no es democracia” y tienen toda la razón de hacerlo tras la crisis sistémica que se ha agudizado desde precisamente la dictadura de Fujimori pero que no dejó de ascender tampoco en la que se llama “transición democrática”. Esto lleva a que nos preguntemos: ¿Recuperamos la democracia en 2001? Sí y no. Sería mezquino desconocer el enorme coraje de quienes lucharon por sacar al dictador Fujimori del poder y también el de familiares de las víctimas de la dictadura como Gisela Ortiz o Raida Cóndor por citar sólo a dos mujeres que, para mí, son referentes de lucha.
Sin embargo, sería igual de mezquino desconocer que dicho proceso de recuperación democrática no concluyó y que, sobre todo, se ancló sobre los cimientos construidos por esa misma dictadura que se buscaba combatir. Dicho en simple (y en crudo): sacamos a Fujimori del poder, pero no al fujimorismo. La dictadura se sostuvo en la arquitectura que construyó para nunca irse. Una arquitectura sobre la que seguimos regidos hoy.
La evidencia de ello está ahí a la vista y paciencia de cualquiera. Está en ese poder económico que interfiere con las decisiones democráticas a su antojo ya sea con sus brazos mediáticos o con sus relaciones con el poder político. Ese poder económico que entró con todo en los 90 en la arquitectura de poder peruano y que sabe que el modelo que perpetúa desigualdades les resulta rentable y por tanto lo sostienen con todo lo que tienen. Financiar ilegalmente a una candidata, incluido. Ese poder que no quiere siqueira que pensemos en cambiar el capítulo económico de una Constitución que ellos avalaron porque lo importante no era la representatividad de las mayorías sino el mantenimiento del neoliberalismo como dogma que en Perú se impuso con una dictadura (como en Chile). ¿Qué diferencia al poder económico de las elites de hoy al de los 90?
La evidencia, como decíamos, está a la vista y paciencia de cualquiera. Está en ese poder mediático donde el 80% se concentra en una misma familia y grupo de interés económico, y donde se asume la defensa de los intereses de dichos actores antes que una defensa de la responsabilidad informativa. A lo mejor en los 90 no teníamos Willax, pero sí periódicos chicha. Y también teníamos a un Grupo El Comercio que supo bajarle el dedo de a pocos a la dictadura pero que hoy no lo hace con la nueva dictadura de Boluarte, porque aprendieron de los sustos que se llevaron con las decisiones democráticas.
Aprendieron que era mejor apostar por Keiko Fujimori que por informar imparcialmente. Aprendieron que mejor era una “dictadura de los suyos” que una democracia “de los otros”. Ese pueblo al que terruquean no sólo desde diciembre sino desde el periodo electoral de 2021, pero también en los anteriores para asustar con un cuco que ya no existe pero que les resultaba funcional a SUS candidatos. ¿Hay mucha diferencia entre el poder mediático de los 90 y el de hoy? Si las hay, son para peor. Y tampoco son tantas.
Tal vez uno de los espacios donde la recuperación democrática se dio con más fuerza fue en el sistema judicial. Otro poder fundamental en cualquier democracia. Sin embargo, como vemos, las apuestas por democratizar dicho poder siguen en disputa 31 años después. No logramos sacar al fujimorismo de todas las esferas de decisión judicial y se cimentó del todo la potestad del Poder Legislativo en la selección de los que luego deben ser independientes de estos poderes. El caso del Tribunal Constitucional es todavía más perverso.
Una instancia de decisión final agachando la cabeza frente a quienes los eligen constituye muchas cosas, pero no independencia y, por tanto, no democracia. Del mismo modo, la politización de espacios como la Fiscalía de la Nación, aplaudida por el golpismo pero también por ciertos “demócratas” de antaño que ahora parecían avalar prácticas vergonzosas contra un Presidente contra el que se podía discrepar y se debía ser oposición pero no por eso sumarse al golpismo desde las instituciones, nos recuerda mucho a esos años en que la palabra “justicia” era sinónimo de “consigna del régimen”. ¿Cuánto de esos años de dictadura vemos hoy? ¿Acaso el panorama es realmente distinto?
Nada de esto desmerece el tránsito sostenido y difícil en la construcción de la democracia en Perú. Pero sí pone de relieve las limitaciones de ese proceso que, precisamente por hacerse de espaldas a quienes hoy lo lideran, no pudo acabar del todo con los restos poderosos del fujimorismo que hoy ha vuelto a Palacio de Gobierno pese a perder en las urnas. La dictadura de hoy rima con la de los 90, pero no por casualidad, sino porque son los mismos actores, los mismos poderes, la misma coalición que esta vez no gobierna para el dictador sino que COGOBIERNAN en defensa del modelo que necesitan sostener y que ya no logran sostener a través de las urnas.
La fuerza de Boluarte está ahí, en esa arquitectura que la sostiene, en esa coalición de poderes y élites que vieron en ella -y lo hacen todavía- la mejor fachada “legal” para restaurar esos años 90 en que no solo lograron gobernar, sino dejar los cimientos bien firmes para que hoy, 31 años después, la restauración y recuperación de los pocos espacios que perdieron fuera veloz y sencilla. Y en esas estamos.
Toda dictadura carece de legitimidad democrática aunque puede haber casos en que goce de legitimidad popular. Lo vemos en algunos países de la región. El caso de Boluarte en Perú es curioso precisamente por eso. Porque ni tiene legitimidad democrática ni tampoco legitimidad popular, pero se sostiene. ¿Cómo? Utilizando lo único que le queda: LA FUERZA. Es la represión su forma de gobierno y por eso es inevitable recordar lo peor de la dictadura fujimorista al pensar en el hoy del Perú. Tanto el que gobierna como el que resiste.
Este 5 de abril no recordamos por ello la dictadura fujimorista y su punto de partida. Lo que evidenciamos es que nunca se fueron del todo. Y es por ello que la dictadura de hoy sostiene a punta de balas y sangre esa arquitectura heredada. Cuando decimos “Fujimori nunca más”, no nos referimos al dictador en prisión dorada, sino a todo lo que SIGUE SIENDO en un Perú que se ahoga por todo lo que nos legó. Dina Boluarte y su dictadura no son su copia, son su herencia. Nos conviene recordarlo hoy en esta fecha más que nunca.
La dictadura perdura pero hay otra cosa que también: la pulsión democratizadora peruana. No hay mejor manera de hacer memoria que hacerla en presente. Y hoy la memoria, la justicia y sobre todo la democracia está en las calles. Hoy hay convocadas en diversas ciudades del Perú manifestaciones contra la dictadura de Boluarte porque tienen claro en las calles que un 5 de abril habla tanto de Fujimori como de ella. La mejor forma de luchar por la democracia y de gritar “nunca más” es precisamente en esas calles que hoy lideran lo que antaño lideraron partidos (2000) y antes sindicatos .
Un nuevo sujeto político en Perú encabeza hoy la lucha por una democracia real y verdaderamente participativa e inclusiva. Esa que nunca construimos. Y tal vez, con esta esperanzadora ola podamos realmente decir “Fujimori nunca más” porque no se trata del dictador de entonces o la Boluarte dictadora de hoy, sino de acabar con la arquitectura de poder que condena a la desigualdad a las mayorías. Ahora es el momento. Y una Nueva Constitución es tema clave.