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Opinión

Laura Arroyo Garate: Nada empezó en diciembre : dos años del pulso democratizador

Estos días recordamos mucho que llevamos más de seis meses (sobre)viviendo la dictadura de poderes en el Perú. Una dictadura con muchas cabezas que, por fin, se empieza a leer como tal en los análisis mainstream. Parece que ha quedado atrás la reducción a “barbarie” que decían algunos o, incluso, a señalar que sólo era un tema de contubernio Ejecutivo-Congreso, para empezar a delinear con mayor precisión el rostro de esta dictadura que no se entiende sin el papel activo del poder económico, judicial, empresarial, mediático y castrense. Qué bueno que este también se vaya consolidando como un sentido común.
Pero, a la vez, he estado recordando que en estos días hay otro aniversario en el que conviene poner el acento para seguir analizando la foto grande. Se cumplen en junio dos años desde que Castillo fuera elegido Presidente. Y, tal vez ahí está una vertiente del análisis en la que conviene detenernos para entender del todo el pulso democratizador que vivimos en Perú hoy. Un pulso que responde a un espíritu impugnador que no nació en diciembre, sino que en diciembre entró en una segunda fase que lo intensificó en cuanto se consumó el golpe de estado que ganó: el que las élites orquestaban desde junio de 2021.
Castillo declaró apenas su intento de golpe, quienes consumaron el suyo fueron quienes hoy gobiernan. Pasaron de ser la gran coalición de poderes en la oposición, a ser la coalición de poderes en el gobierno. Y por ese episodio se intensificó el pulso democratizador que hoy tiene forma de más de 60 peruanos muertos por protestar, marchas constantes, paros continuos, bloqueos, denuncias artísticas contra la dictadura, rechazo social a cualquier intento de acción del gobierno ilegítimo, etc.
El pulso transformador en el Perú vio en las urnas de 2021 (primera y segunda vuelta) un lugar de encuentro y potencia. Un punto de partida de los anhelos de las mayorías. Tras la pandemia como evento traumático que evidenció que estas reglas, este sistema y este modelo eran incompatibles con la vida; pero también tras las manifestaciones del 14N que lograron sacar al usurpador Merino de Palacio en tan sólo cinco días, la politización social en Perú subió muchos niveles. La pulsión democratizadora abrió las puertas a “lo posible” haciendo lo que corresponde: política. Y expresó esa voluntad mayoritaria de cambio en las urnas haciendo ganador de primera vuelta a Pedro Castillo y, luego, haciéndolo presidente en junio de 2021. Pero en el Perú, la democracia siempre ha sido una estructura precaria. Un edificio torcido. Vistoso, pero inhabitable.
La intención de revertir los resultados electorales por parte de la coalición que hoy sostiene a Boluarte sumó a la intensificación de esa politización social democratizadora y, sobre todo, popular. Las constantes llamadas a vacar a Castillo o a sacarlo mediante el adelanto de elecciones, hizo lo propio. Castillo no lo puso difícil tampoco. Sus constantes renuncias a la promesa de transformación que lo llevó a Palacio de Gobierno desencantó a parte de su electorado. Las sospechas de corrupción que merecen aún investigación pero que no han sido probadas tampoco, sumaron al quiebre.
Pero, aún así, nunca fue mayoritario un deseo por sacarlo. Las portadas de los medios de comunicación no son encuestas fiables del sentir popular. Ya deberíamos haberlo aprendido. Mientras desde distintos frentes, particularmente limeños, se subía el volumen al discurso por echar al Presidente, en el Perú había movilizaciones pero no contra Castillo, sino como expresión de un poder popular que le exigía rendición de cuentas y gestión. Manifestaciones diversas fuera de Lima se sucedieron durante todo el 2022 para forzar a Castillo a algo muy lógico: CUMPLIR. Ninguna de estas movilizaciones tuvo eco en el poder mediático al que le interesaba sostener el espejismo de esa mayoría social que quería echar a un Presidente al que, en realidad, le estaban dotando de legitimidad mediante las manifestaciones en que le exigían gobernar como prometió hacerlo.
Cuando la coalición de poderes opositora, se convirtió en coalición de poderes en el gobierno, el pulso democratizador entendió las claves de lo ocurrido con mayor velocidad que los referentes del análisis en el país. El error fue creer que el voto de todos valía igual, que los candidatos a Presidente compiten en igualdad de condiciones, o que se les permite gobernar con las mismas reglas. Fue entonces que votar dejó de ser un espacio de articulación y potencia. El factor electoral salió de la ecuación y, de ahí se explica que en todas las manifestaciones constantes desde el 8 de diciembre al pedido de adelanto electoral se le sume el de Nueva Constitución. No por fetiche, como dicen algunos periodistas “serios”, no por “afiebrados” como dicen algunos analistas de centroizquierda que se sumaron a las marchas este sábado, no por ignorantes, ni por extremistas. Lo hacen por un análisis político que no se limita a la foto corta de este periodo, sino a la foto amplia del proceso que los llevó a votar primero y a marchar después.
Durante meses, algunos señalamos el error de diagnóstico de una frase que se utilizaba por parte de algunos sectores para defender la propuesta de adelanto de elecciones para sacar a Castillo. La frase “que se vayan todos” era reducida a las instituciones políticas: el Ejecutivo y el Congreso. Con eso se resolvía el problema, según quienes hacían esta propuesta. Con cambiar a los actuales por otros que seguramente serían también viejos conocidos. Con suerte, algún cambio de reglas específicas para, cito, “mejorar un poco el juego”. No entendían que el “que se vayan todos” en realidad significaba “que se vaya todo esto”, algo que evidencia la crisis sistémica en la que nos encontramos.
Que se vaya el Congreso, pero también ese poder económico que toma partido por candidatos explícitamente y contra otros también explícitamente pese a no haber sido elegidos para arrogarse esa función. Que se vaya el poder mediático oligopólico que ridiculiza a algunos y sólo da tribuna a esas minorías que buscan conservar antes que transformar. Que se vaya este tipo de Policía Nacional que en lugar de orden o protección a la ciudadanía, se la ofrece a las minorías abusivas. Que se vaya este sistema judicial donde la justicia es rápida y efectiva sólo si te apellidas de determinada manera.
Que se vaya este racismo que nos insulta por “votar mal” y que se expresó en alguna columnista de opinión que hoy defiende los DDHH, pero que dijo que Castillo debía ser un “presidente protocolar” y hacer como que mandaba pero sin mandar. Folklore, decorado.
Y así como el “que se vayan todos” era más amplio de lo que algunos analizaban, el punto de consenso que hoy es “Fuera Boluarte” en las calles, pero también en todos los espacios de socialización y politización peruana, es también más amplio. El “Fuera Boluarte” no habla de Dina Boluarte únicamente, sino de todo lo que ella expresa. Un hilo conductor con ese “que se vayan todos” que hoy está recrudecido y especialmente graficado en la figura de quien tiene las manos manchadas de sangre. No es Boluarte, es todo lo que ella sostiene. Es ella como eje que grafica el contubernio de los poderes y las élites con la única finalidad de mantener la arquitectura de poder que les permite seguir siendo poderosos. Y por eso tiene sentido que la Nueva Constitución, al menos el referéndum para que podamos debatir sobre si la queremos o no, esté en el centro de las demandas.
Porque las demandas las están planteando quienes han sido víctimas constantes de las precariedades de la democracia, mientras que quienes hoy exigen que esas demandas se invisibilicen y callen, son quienes no han vivido esas precariedades, sino las otras caras de esa democracia precaria que ha tenido también algunos aspectos rescatables.
La disputa de fondo sigue siendo la misma: democracia nueva versus volver a la democracia conocida. O se entiende como un proceso en el que se ensanchan los alcances de un sistema no sólo para incluir a más peruanos y peruanas, sino para que todos y todas en igualdad de condiciones podamos decidir también y en colectivo el devenir político del país; o, si se sigue apostando por que haya quienes voten, pero no participen. En otras palabras: o cambiar las élites actuales por otras más modernas y moderadas, o abrir las puertas a un verdadero proceso democratizador popular.
No hace falta estar de acuerdo en todas las banderas para marchar codo a codo con quienes exigen democracia. Sólo hace falta verlos como iguales, con opiniones políticas propias, con propuestas para el país, con un proyecto político y un horizonte de esperanza con el que se puede estar de acuerdo o no, pero al que dotamos de legitimidad por ser respuesta a un proceso de desigualdad histórico. Lamentablemente, estos días hemos visto que no todos están dispuestos a ver como iguales a quienes llevan sosteniendo el pulso democratizador en Perú hace años. Pero que así haya sido no quiere decir que sea irreversible. Hay tiempo -poco- para que la humildad democrática se haga presente. Y es más necesaria que nunca. En lugar de excusarse por no llegar a tiempo culpando a las víctimas de estas tardanzas, convendría reconocer los errores y sumar a que el frente democrático realmente se fortalezca.
Humildad democrática ante una pulsión democratizadora peruana que, como los grandes momentos de la historia, viene como viene y no como algunos desearían.

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