León Krauze
A menos, claro, que López Obrador no esté en realidad mirando hacia el futuro, sino hacia el pasado.
Antes de que el expresidente Vicente Fox, en 2000, pusiera fin al largo e ininterrumpido dominio del Partido Revolucionario Institucional (PRI), el partido político hegemónico de México durante gran parte del siglo XX, la elección del candidato presidencial del partido gobernante era una morbosa fascinación nacional. Como la victoria del PRI estaba prácticamente garantizada por medios mayoritariamente antidemocráticos, el verdadero misterio residía en la identidad de la persona que sería favorecida por el presidente saliente, que tenía la prerrogativa exclusiva de elegir a “el tapado”. Una vez revelado, al “tapado” se le encomendaba el futuro del partido y la protección de su predecesor y su legado. Algunos se apegaron al guion más que otros, pero este astuto sistema de continuidad se convirtió en una pieza crucial del rompecabezas autocrático que sostuvo el dominio del PRI durante siete décadas.
Si bien México nunca ha evolucionado verdaderamente hacia un proceso transparente de elecciones primarias, el “tapadismo” había sido erradicado en gran parte. Aunque Enrique Peña Nieto, el presidente más reciente del PRI, eligió personalmente a su posible sucesor, otros partidos habían intentado superar este método.
Ya no más. Al ordenar las piezas del tablero de ajedrez presidencial tan pronto, el actual presidente de México podría estar estableciendo sus propios términos de sucesión predilectos y, más importante, la permanencia del proyecto que ha calificado como la “cuarta transformación” de México, una reestructuración radical del sistema de gobierno del país. Para que eso prospere o muestre resultados positivos (hasta ahora, los resultados han sido pésimos), López Obrador necesita elegir un sucesor eficaz y dócil.
Eso podría ser más fácil en la teoría que en la práctica. En su búsqueda del candidato ideal para llevar la bandera de Morena, el partido gobernante de México construido en torno al mismo López Obrador, el presidente enfrenta varios obstáculos.
El primero es la debilidad de su elección más probable. Por más de dos décadas, Claudia Sheinbaum, jefa de Gobierno de Ciudad de México, ha sido una fiel lugarteniente de López Obrador. Su lealtad le ha valido el afecto personal y las simpatías políticas del presidente. Pero también ha tenido un costo. Consciente de la aversión de López Obrador por las opiniones disidentes, Sheinbaum es reacia a contradecir las políticas de su mentor. Esa dinámica ha sido más que evidente durante la pandemia, cuando Sheinbaum, científica de formación, retrasó la implementación de las políticas sensatas necesarias para combatir tanto el coronavirus como sus consecuencias económicas, para que no contradijeran a López Obrador y su manejo irresponsable de la crisis. Sheinbaum también ha imitado parte de la actitud de confrontación del presidente hacia los medios de comunicación e incluso su notoria desconfianza hacia las causas sociales dignas que critican al gobierno, como el movimiento contra la violencia de género.
Sheinbaum también ha enfrentado críticas por su manejo del accidente que ha provocado la muerte de 27 personas, cuando colapsó una de las principales líneas del Metro de la capital. Quizás temiendo por su futuro político, López Obrador le ordenó a Sheinbaum que le dejara todos los asuntos referentes a la tragedia a él. “Hay un acuerdo de que todo se informe a través del presidente”, dijo ella. Para nada un ejemplo de liderazgo independiente. Las elecciones federales del mes pasado agravaron los problemas de Sheinbaum: bajo su tutela, Morena perdió la mitad de la capital, la peor derrota de la izquierda en 25 años de gobierno en Ciudad de México.
Aparte de Sheinbaum, López Obrador podría recurrir a Marcelo Ebrard, el secretario de Relaciones Exteriores del país, quien también ha declarado su intención de postularse. En las últimas dos décadas, Ebrard ha tenido una relación ambigua con su jefe actual, quien ha sido tanto un mentor como un obstáculo político gigantesco.
Ebrard podría haber buscado la candidatura de la izquierda en 2012, tras su propio período como líder de la Ciudad de México. López Obrador lo convenció de no hacerlo, quizás con la promesa de un cargo de alto perfil que nunca se materializó. Ocho años después, Ebrard tiene innumerables responsabilidades y sus atribuciones se parecen más a las de un secretario de Estado de Estados Unidos. Supervisa la adquisición de vacunas, un rol que con frecuencia explota para ganar relevancia en la política nacional, algo a menudo fuera del alcance para los secretarios de Relaciones Exteriores. Ha tomado el lugar de López Obrador en el escenario internacional, en donde actúa como un presidente de facto en lugar de un hombre que se sabe detesta viajar al extranjero.
Al igual que Sheinbaum, Ebrard sigue fielmente la narrativa predilecta de su jefe. Cedió a las demandas migratorias del expresidente estadounidense Donald Trump, recibió con orgullo al depuesto líder boliviano Evo Morales y tuiteó muy alegre (en ruso) sobre su regocijo tras visitar Moscú. Recientemente, Ebrard criticó el embargo estadounidense a Cuba y evitó condenar la tiranía del régimen de la isla. También anunció la intención de México de restablecer relaciones diplomáticas plenas con Corea del Norte.
En cualquier caso, Ebrard también carga problemas graves: para empezar, la línea de Metro que colapsó fue construida durante su período como jefe de Gobierno de Ciudad de México (en aquel momento jefe de Gobierno del Distrito Federal).
Sin embargo, por ahora, todos esos riesgos podrían ser irrelevantes. Lo que claramente les importa tanto a Sheinbaum como a Ebrard —los dos claros favoritos, incluso con la presencia de otros en la contienda— es complacer al hombre que parece controlar el tablero y todas las piezas. Y eso ya es una tragedia.
Por un tiempo, México pareció haber superado este espectáculo político retrógrado. Su resurgimiento, como casi todo lo que se traduce en demasiado poder en las manos de un solo hombre, solo puede significar problemas.