El país vive días de turbulencia durante los cuales aumenta el número de muertos y heridos. En ese paisaje, de vez en cuando aparece un intérprete de la situación que propone la necesidad de sustituir la violencia por el diálogo. La semana pasada el Consejo de Estado se ha sumado con solemnidad a ese llamado. ¿A qué realidad miran los proponentes de un diálogo para el cual los protagonistas de esta crisis –tanto los políticos como los actores de la revuelta– no tienen disposición?

Sin duda, el diálogo es lo más deseable. Pero la pregunta previa es si hay actores que estén dispuestos a dialogar. Para comenzar, no hay interlocutores que encabecen la importante protesta social. Y desde la escena política no parece haber voluntad –genuina, más allá de los discursos y las poses– para entablar una discusión acerca de cómo salir de esto. ¿Con quién, pues, podría entablarse el diálogo?

En ausencia de actores las invocaciones caen en el vacío. Acaso tranquilicen las conciencias de quienes hacen tales llamados, pero no tienen utilidad en un paisaje donde el uso de la fuerza –tanto de la asonada como de las balas con las que le ha respondido– prevalece.

Los disturbios destructivos y la represión sangrienta no tienen contención desde los actores políticos. El viernes 16 el Congreso encaró la situación a su manera, negándose a aprobar el adelanto electoral, que no era una solución a las demandas imposibles que han sido levantadas en diversos lugares del país, pero sí podía ser una importante válvula de escape. Solo 49 votos sumó el respaldo a la propuesta frente a 33 votos en contra. Pero lo que acaso revele mejor el temple de las madres y los padres de la patria es que fueron 25 las abstenciones y otras 23 las ausencias de personas que han sido elegidas, también, para enfrentar situaciones como esta. Como el avestruz, escondieron la cabeza.

Por encima de la necesidad de dar un cauce de salida a la crisis, prevaleció en ellos el cálculo de los negocios que se hacen desde el escaño. Buscan asegurarse 43 meses más, no solo de sueldo y prebendas sino como gestores de intereses que pagan bien ese trabajo sucio. Ese es el Congreso que cuenta ahora con solo 15% de aprobación según encuesta del Instituto de Estudios Peruanos.

La extendida negativa a comprender

Sería injusto decir que la falta de voluntad de diálogo se da solo entre los congresistas. Una mirada a las redes sociales muestra que el intercambio de descalificaciones abarca un auditorio mucho más amplio. Unos gritan a sus adversarios: “terrucos” o “caviares”, mientras los otros les increpan: “neoliberales” o “golpistas”, como si estas etiquetas fueran categorías reales y no fantasmones que impiden entender aquello que piensa o siente quien está en otra posición.

En ausencia de verdaderos partidos políticos que hagan pedagogía ciudadana, los discursos que se multiplican en las redes sociales se dirigen solo a asegurar firmeza en quienes, ya convencidos, están en una u otra posición. Unos y otros no se escuchan; simplemente se apertrechan de argumentos –en general, pobres y, en particular, mentirosos– para descalificar a los contrarios. Si uno se pone en modo dramático, este ambiente parecería la antesala de una guerra civil.

Este clima envenenado –que contamina no solo la política– no empezó ayer, ni con el autogolpe de Castillo. Desde la insurgencia de Sendero Luminoso hace cuarenta años, se prefirió el enfrentamiento al entendimiento. La responsabilidad recayó entnces en Abimael Guzmán, quien optó por la vía armada para acabar con una situación en la que los más no se beneficiaban –y aún no se benefician– de los logros macroeconómicos. Y los beneficiarios no entendieron entonces la señal y respaldaron la represión como respuesta. Esta ceguera pervive tanto en la descalificación mediante el terruqueo utilizado contra quien reclama o protesta, como en la actual justificación de disparar contra los manifestantes.

Los calificativos se usan como insultos, creyéndose que al llamar “caviar” o “golpista” al adversario se enfrenta a una organización a la que hay que combatir. Estamos ante la incapacidad de muchos peruanos para entender lo que viven y, en consecuencia, aprender de su propia experiencia. Esa incapacidad daña el funcionamiento de una democracia con la que cuatro de cada cinco entrevistados están muy insatisfechos, según la encuesta citada.

Fue Churchill quien en un discurso ante la Cámara de los Comunes, en 1948, dijo: «Aquellos que no aprenden de la historia están condenados a repetirla». Ese es el caso del Perú y, cada vez que se repite la tragedia, empeoran los resultados.