“(…) cómo no se habla de indios de la costa, a pesar de que en esta región existen pueblos como Moche en Trujillo, Catacaos en Piura, la caleta de los pescadores de Santa Rosa, en Lambayeque, en los cuales casi todos los moradores son racialmente indios: indios más puros que los de la mayoría de las aldeas consideradas como típicamente indias de la sierra ¿Por qué no se califica de indios a estos hombres de la costa?” (José María Arguedas).
En toda sociedad se tiende a clasificar a su población para mantener un determinado orden social. Con el proceso de la conquista hispana, la instauración del poder colonial catalogó a la población aborigen vencida como indios o indígenas, contrapuestos a la población hispana en función del criterio racial. Con la instauración de la república se volvió a clasificar a la población subordinada. Por eso, la historia de la república del Perú también es la de “la reclasificación social” en función de la constitución del poder material de su sociedad; basada en la segregación del indígena, su desvaloración social, la negación política de sus formas de organización y la dominación cultural sobre su lengua y sus costumbres. En suma, esto nos da cuenta del desarrollo de una “descalificación política”.
Incluso, la ideología a fines del siglo XIX, tras la derrota de la Guerra del Pacífico, los concibió como un problema (“el problema del indio”) por aquellos que no eran considerados como indígenas. Por otro lado, desde el ámbito de la política se los percibió casi siempre de manera paternalista y como sujetos manipulables. A su vez fueron utilizados como “chivos expiatorios” de los hechos políticos que tuvieron tendencia a cuestionar el orden social. De esta manera, se desplegó una serie de ideas, en diferentes momentos históricos, con las que se los deshumanizó, motejó y anuló como interlocutores válidos.
Los inicios de la reclasificación y descalificación
Durante el Virreinato del Perú, los indios fueron clasificados como seres humanos, es decir, súbditos del rey, pero en calidad de menores de edad. Tal idea se forjó desde una justificación religiosa. Los aborígenes no contaban, supuestamente, con la verdadera fe, la cristiana, por lo que los españoles serían los responsables de civilizarlos o cristianizarlos, para lo cual aplicaron la extirpación de idolatrías que destrozó varias de sus costumbres y credos. Además, se les brindó instancias especiales como el reconocimiento de los pueblos de indios (tierras de la comunidad), protectores de sus derechos, las Leyes de Indias, el estatus especial a los descendientes de los incas y la colocación de autoridades locales como los caciques, entre otras obligaciones y derechos.
Ahora bien, la separación de España involucró el gran reto de cómo abandonar esta estructura social tradicional que tanto había costado instalar con la conquista o invasión hecha en el siglo XVI. El resultado fueron las controversias respecto al nuevo proyecto que abría la independencia. Así, algunos criollos, influyentes y participes de esta guerra, propusieron que sean los nobles indígenas quienes representen al naciente gobierno, una vez expulsados los chapetones. Los debates del Río de La Plata, en 1816, lo demuestran (Nazareno, Eduardo. 2015. Pp. 4-26). Frente a esta postura, otro sector de criollos, secundados por los mestizos, resolvieron por continuar con las formas de dominación sobre el indígena, a pesar del discurso igualitarista del liberalismo que pregonaron para cuestionar el poder español.
En el Perú, tras la salida del general San Martín y la instalación del Congreso Constituyente, se estableció una república de orden liberal sobre las bases materiales de una sociedad que mantuvo las jerarquías coloniales, siendo este el candado que cerró toda discusión sobre la idea de volver al imperio de los incas.[1] Por consiguiente, en el orden ideológico los criollos fueron percibidos como ciudadanos con iguales derechos, mientras que los indios fueron descalificados como tal. Esta dualidad sobre el orden social generó una serie de controversias sobre la legitimidad del nuevo poder republicano.
La reclasificación social y descalificación política durante el siglo XIX: el indio se hizo más indio
La dominación política colonial implicó la dominación racial, al ser el criterio de demarcación entre quienes eran considerados como indios y quienes no. Empero, con el mestizaje colonial y sus problemas de clasificación por razas se inclinó la disyuntiva al factor étnico-cultural en el que la hegemonía hispana europea demarcaba a los indios de los no indios. Esta clasificación será más explícita con el reordenamiento del poder republicano que posibilitó el paso gradual del criterio racial de clasificación al criterio étnico-cultural y; sobre todo, se focalizará una demarcación valorativa sobre el área andina, la cual será percibida en adelante como contraria y distante a la costa. Asimismo, el significante indio se circunscribirá al área andina y será concebido como opuesto a la cultura occidental (Spalding, Karen. 1974. P.150).
Si bien con esta nueva forma de gobierno los peruanos pasaban de ser súbditos a ciudadanos, en el caso de los indios se hizo una reclasificación que encondió muchas continuidades. El tributo indígena de la colonia pasó a llamarse “contribución voluntaria” y la obligatoriedad de la mita (a la cual llamaron “república”, significante que aún se mantiene en la sierra norte), se mantuvieron bajo el discurso que era la demostración de los indios del ser defensores de la república, haciéndolos “calificados” (Manrique, Nelson. 2004. Pp. 17-26). También se mantuvo la infantilización de los indios, pero con la destrucción de espacios e instituciones que daban ciertos beneficios y capacidad de agencia a los indígenas durante la colonia. En el Virreinato del Perú se podían realizar reclamos en la Real Audiencia sobre la base de las Leyes de Indias y con la ayuda del Protectorado de indios; tras su desintegración, estos no fueron reemplazados por instituciones o una legalidad similar porque jurídicamente todos “los peruanos” eran ciudadanos, es decir, iguales ante la ley.
Además, como parte de una política liberal, tampoco se mantuvo el reconocimiento de los títulos nobiliarios o la designación de caciques para los indígenas. En su lugar se designó a los alcaldes de indios, quienes tuvieron que lidiar con el poder de los hacendados, los curas, los prefectos, subprefectos y gobernadores. Así, para la república todos los no-criollos y andinos fueron percibidos como indios, limitándoles el acceso a la justicia y al poder en igualdad de condiciones (Thurner, Mark. 2006. P. 41). Por otro lado, los indígenas fueron descalificados de los derechos ciudadanos, a pesar de ser mayoría, por no contar con el acceso a la educación pública, acentuando la percepción de que eran incapaces de gobernarse por sí mismos.
Al respecto, cabe reparar en que cuando San Martín les dio la categoría de “peruanos”, observó que uno de los óbices para reconocerlos como ciudadanos era, precisamente, su ignorancia (Aljovín, 2000. Pp. 96-99). Además, durante la guerra de independencia, Simón Bolívar denunció a la elite cusqueña por el apoyo brindado a las fuerzas realistas, señalándola como cómplice del dominio hispánico. Los primeros años de la república decimonónica no tuvo como prioridad el fortalecer un sistema educativo amplio y moderno que incluyera a los indígenas para lograr reclasificarlos como ciudadanos en ejercicio; de hecho, esto tampoco fue una prioridad durante la época del guano (Deustua, José. 2020. Pp. 175-192).
Para asegurar esta descalificación de los indígenas en el terreno electoral se apostó por procesos de carácter indirecto. Con la ley electoral de 1895 se anuló prácticamente la participación política de los indios al exigir como obligación el saber leer y escribir, haciéndose imposible su reclasificación como ciudadanos a la usanza de los criollos. De esta manera, los que tomaron el poder durante el siglo XIX fueron principalmente los generales del ejército y los grandes terratenientes con rasgos caucásicos y/o mestizos, los cuales aseguraron su hegemonía apelando a alternativas legales, discursivas y tradicionales (Thurner, Mark. 2006. Pp. 38-40).
Al respecto, en Cajamarca de 1821, el coronel don Antonio Rodríguez de Mendoza, luego de recibir la circular del intendente de Trujillo para que jure la independencia, no invitó a las autoridades indígenas más importantes, como a los alcaldes de Naturales y caciques de Huaranga, como don Manuel Soto Astopilco y Anselmo Carguaguatay. A pesar de la desconsideración, estos mandos asistieron a la ceremonia, acompañados por un sequito de nobles indígenas. Aquí, el cacique Astopilco, propuso que, al ser descendiente de Atahualpa, podría ser encargado de dirigir el nuevo gobierno. Este gesto fue percibido como un atrevimiento, a lo que el coronel respondió con la promesa de proponérselo a Torre Tagle. Minutos después decidieron abandonar el lugar, siendo proclamada la independencia solo por los criollos (Espinoza, Waldemar. 2009. Pp. 173-176).
Testimonios como estos, dan cuenta de la existencia de una orientación política de la elite andina a portas de la independencia (Peralta, Víctor. 2010. P. 293). Una evidencia del buscar reclasificarse acorde con los nuevos tiempos políticos, lo cual resultó difícil. Más sencillo fue para los mestizos, representados en los militares Gamarra y Santa Cruz, que llegaron a ser jefes de Estado (Aljovín, Cristóbal. 2000. Pp. 30-128). Por tanto, la sociedad peruana estuvo conducida por una minoría criolla que ejerció su dominio sobre los estratos más bajos en el que se encontraban los indios y los negros. Estos últimos, incluso, mantuvieron su condición de esclavos hasta mediados del siglo XIX, cuando por fin el gobierno de Ramón Castilla les dio la manumisión.
Ahora bien, durante la república, los criollos aceptaron la construcción de una narrativa de valoración a los incas, como símbolos de poder de un pasado idealizado, mientras que los indígenas fueron minimizados y deformados: “Incas sí, indios no” (Méndez, Cecilia. 1992. Pp. 17-19; 2000). No obstante, una idea-fuerza que comenzó a circular durante la segunda mitad del siglo XIX, fue “la desigualdad de las razas” propuesta por el Conde de Gobineau (1816-1882), quien sostenía que las diferencias se encuentran en la naturaleza y la desigualdad responde al hecho biológico del hombre. Estas ideas, a decir de Manrique: “fueron entusiastamente asumidas por las élites latinoamericanas. Este respaldo dio a los prejuicios racistas la legitimidad de los hechos científicamente comprobados” (2004. P. 19).
A esto se sumó la divulgación de los estudios del sociólogo Le Bon entre los sectores “cultos” de la época. Incluso intelectuales liberales como Francisco García Calderón, a principios del siglo XX, sostuvieron “científicamente” que los indígenas eran una raza inferior, con lo cual se podía explicar la falta de desarrollo del país. Dicho razonamiento hace comprender la “Ley de Inmigración de 1893”, la cual promovía la llegada de población europea, con la finalidad de “mejorar la raza”. A su vez, se postuló que la educación podría rescatar a los indígenas si estos adoptaban la cultura occidental. Estas propuestas dejaban de lado medidas de exterminio físico optando por el etnocidio cultural (Manrique, Nelson. 2004. P. 20).
De esta manera, si bien, con la instauración de la república, el indígena heredó parte de las relaciones del poder colonial, perdió varios derechos y privilegios, no logrando reclasificarse con las ideas de un gobierno supuestamente igualitario. Su falta de educación y la idea de ser una mala raza los terminó por descalificar políticamente haciéndose más indios (es decir, su condición de inferioridad creció) respecto a la colonia. El paso de súbditos a ciudadanos se les fue negado.
La reclasificación social y descalificación política durante el siglo XX: de indios a “terrucos”
Durante este siglo, la capacidad de agencia que ejercerá el indígena será mayor respecto al anterior. A su vez, tuvieron mucha presión sobre su fuerza de trabajo, sujeto a la tierra y al sistema de haciendas del área andina. Asimismo, la clasificación social en la que se encontraba el indígena o indio empezó a desclasificarse, debido a la constitución de la ciudadanía y a los procesos de democratización que ampliaron el espacio de disputa y la conquista de derechos civiles. Durante la primera mitad del siglo XX, la proletarización y la aparición del movimiento obrero, la rebeldía del pensamiento estudiantil tras la reforma universitaria de 1919, la larga lucha del movimiento campesino por recuperar sus tierras del latifundio y la necesidad de la vivienda tras el crecimiento urbano en las principales ciudades del país —producto la migración del campo a la ciudad—, generaron una serie de conquistas que puso en el debate ideológico y político la relación entre etnia y clase.
El indigenismo pretendió darle un nuevo sentido al significante indio a partir de la revaloración de su reproducción cultural andinista y su recreación prehispánica. Mientras que el socialismo, en franca lid con el aprismo, orientó el debate entre clase y nación. Para los primeros, el indio llevaba el germen del espíritu colectivista de la tierra que permitiría que el proyecto socialista se asiente; mientras que, para los segundos, la constitución de la nación debía ser producto de la unidad de las clases en función de nuestra historia nacional, sopesada e identificada como amerindia. Así, el significante colonial y republicano de indio pretendió referir a un sujeto político y cultural abstracto, mientras que las relaciones sociales del referido indio formaban parte de un proceso de cambio mayor.
Frente a esto se intentó una nueva reclasificación a partir de la constitución de la base material surgida en este nuevo siglo; a saber, la barriada y el migrante, principalmente andino. El significante, también de origen colonial, para referir aquel fenómeno fue en su momento el de “cholo”. Incluso se ensayó y nominó aquel proceso de cambio como el proceso de “cholificación” de la sociedad peruana (Quijano, Aníbal. 1980. Pp. 80-104). Los hechos que generaron aquel proceso fue llamado figurativamente como “desborde popular”, que comprendió la migración del campo a la ciudad (fenómeno inherente al crecimiento de las todas las ciudades en el mundo), la aparición de la barriada como parte del crecimiento del casco urbano (significante que fue cambiando en función de su valoración estética y política), el incremento de la economía informal (la venta de mercancías en la vía pública sin regulación alguna) y los mecanismos de marginación sociocultural como la discriminación (Matos Mar, José. 1984. Pp. 65-100).
Durante la segunda mitad del siglo XX, tras una serie de disputas —entre triunfos y fracasos— de los movimientos sociales anteriormente mencionados, se generaron dos hechos que cambiaron la reclasificación social de este nuevo período. En primer lugar, la reforma agraria velasquista (1969), la cual desmontó el sistema de haciendas que articulaba las relaciones de poder del gamonalismo y la reproducción socioeconómica de las comunidades indígenas que gozaba de una base de reproducción económica y productiva que ejecutaba mecanismos de dominación y de explotación de la fuerza de trabajo del indígena, quien fue visto como sujeto productivo del trabajo servil y como subalterno racializado ((Valderrama, Mariano. 1976; Caballero, José María. 1981. Pp.247-250). La carga semántica de valoración negativa que adquirió el término “indio” o “indígena”, bajo este sistema de hacienda, no fue un hecho anecdótico u esporádico, sino que se convirtió en el significante ideológico del orden de la dominación de clase y etnia, sobre sobre todo en la tradicional serrana.
La expropiación de las tierras de las exhaciendas y la entrega de estas a sus trabajadores del campo permitió el tránsito del ser indígena al ser campesino, lo cual no solo fue un cambio nominal, sino también material y económica. El indio o indígena fue el sujeto servil de la hacienda, mientras que el campesino fue el comunero de una determinada comunidad o el socio de una determinada cooperativa agraria de producción (Matos, José y Mejía, José. 1980. Pp.303-312). En la situación previa a este cambio era el sujeto racializado por antonomasia y tratado mecánicamente como un subalterno opuesto a la cultura letrada no-andina (Fuenzalida 1970. p. 23). Esta condición del indio lo expuso al desprecio y a la compasión, no solo del patrón de la hacienda, quien frecuentemente le espetaba el poder que poseía hasta humillarlo, sino también el de toda la sociedad en su conjunto.
De esta manera, con la reforma agraria desaparecieron las relaciones sociales que hacían posible la reclasificación social como “indio” en el área andina. Por eso, este significante perdió gradualmente su carga semántica que lo contraponía a un poder ya inexistente, el poder del gran latifundio. En su lugar, la ampliación del significante “campesino” permitió la autoafirmación del sujeto andino como parte de una clase productiva y propietaria. Pero la tregua que alcanzó con la reforma le duró muy poco, ya que una época sombría estaba por llegar.
Durante la década del ochenta estalló nuevamente la subversión en el Perú. En los sesenta las guerrillas del ELN y el MIR[2] lograron ser derrotadas, pero fueron el llamado de alerta para que se implemente precisamente la reforma agraria antes mencionada (Ejército Peruano. 1996. Pp. 39-42). Así como la anterior, el brote subversivo de los ochenta también contó con dos protagonistas, el PCP-SL y el MRTA[3], quienes se disputaron la conquista del poder mediante la guerra no convencional o “guerra moderna” (Trinquier, 1961. Pp.31-35). La respuesta contrainsurgente que dieron las fuerzas armadas fue el acentuar el significante del terrorismo sobre el fenómeno subversivo y sobre el sujeto subversivo, todo esto como parte de operaciones psicológicas contrasubversivas (Frade, Fernando. 1982. Pp. 156-174). Al respecto, en su momento, Alberto Flores Galindo observó lo siguiente:
“La derecha y el gobierno no tuvieron mayores problemas de interpretación: eran “terroristas”, una nueva especie desalmada que como una plaga se difundía por el mundo, inspirados en ideologías “marxistas” y “totalitarias”, dispuestos a imponerse por la vía del crimen y la muerte. Este discurso ya estaba estructurado antes de que Sendero cometiera su primera muerte” (2015: 340).
Y en efecto, en su momento, el significante de terrorista se les endilgó a los militantes del MIR y el ELN que se levantaron en armas, así como también ocurrió lo mismo con el APRA durante la década del 30. Aunque en esta ocasión, como terrorista será motejado no solo el subversivo sino también el sospechoso de serlo. Para esto hubo un perfil del posible sujeto terrorista; a saber, un hombre andino, no-blanco, pobre, quechuahablante o bilingüe y procedente de alguna comunidad campesina. Esta situación no solo se dio en el área andina sino también en las principales ciudades del país como Lima, la cual durante esa década recibió olas migratorias de población aterrorizada que se sumaron a los migrantes de los años cuarenta. En su momento, todos ellos fueron considerados sospechosos, por lo que fueron blanco de operativos, rastrillajes, levas, acciones cívicas y detenciones arbitrarias.
La posibilidad de ser terrorista asoció el criterio étnico del significante indio, que la reforma agraria de 1969 no pudo eliminar, y a esto se le sumó el de clase. La mayor carga represiva de las políticas contrasubversivas apuntó a desparecerlos de las barriadas, los asentamientos humanos, la escuela pública, las organizaciones sociales de base y de los distritos de mayor densidad migratoria del área andina, como los distritos de Lima Este, Sur y Norte (Poole, Deborah y Rénique, Gerardo. 2018. Pp.123-137). En este escenario, el racismo histórico se adaptó para legitimar temores infundados sobre el cuestionamiento al orden social establecido. El resultado fue que coloquialmente el terrorista se reclasificó como “terruco” o “tuco”.
La carga semántica de aquellas nominaciones acentuaba la violencia irracional del indio colonial y republicano; un sujeto reactivo, irracional y resentido, en función de su pobreza material. Bajo este escenario, la respuesta política histórica que surgió —como reacción conservadora— fue defender todo orden social a través de un significante potente para anular política y socialmente al oponente. Ahora bien, en la década de los noventa, una vez “pacificado” el país, todo opositor al régimen fue catalogado como “terruco”, siendo la izquierda peruana la que adoptó principalmente dicho calificativo, sin importar las diferencias ideológicas y prácticas entre moderados y radicales.
A partir del 2000, tras la caída del fujimorato, como parte de la descalificación política, se abocó a sindicar como “terrorista” a todo aquel que no solo cuestione el orden social injusto del presente, sino que apoye cualquier iniciativa de reforma en el Estado y sobre todo que simpatice con el cambio al modelo neoliberal. Al respecto, Aguirre observa lo siguiente:
“[…] todavía se emplea hoy para denominar a reales o supuestos integrantes de grupos armados y para intentar desacreditar a personas que tienen posiciones políticas progresistas o de izquierda, a organismos e individuos comprometidos con la defensa de los derechos humanos, e incluso a personas de origen indígena por el solo hecho de serlo.” (Aguirre, Carlos. 2011. P. 109).
Esa propensión descalificativa se ampara muchas veces en temores infundados o “fabricados” (algunos medios de comunicación suelen poner su cuota); en la experiencia anecdótica del que lo enuncia, en el discurso macartista instaurado en el Perú a partir de la década del sesenta, en la ideología neoliberal de cuño fujimorista. Esta última, no solo ha capitalizado el descontento y la adhesión de un buen sector popular precarizado, sino que también moviliza a cierta derecha mesocrática afín y/o emparentada con las Fuerzas Armadas. De ahí que sea frecuente, en el escenario político contemporáneo, la reproducción de discursos ideológicos que incitan a no solo sospechar, sino aseverar que cada crisis política o social se encuentra azuzada y/o dirigida por terroristas que pretenden “irracionalmente” llevar al Perú a los años del terror y la violencia.
De esta manera, surge como práctica el denominado “terruqueo”, cuyo objetivo es la descalificación política y la justificación de toda represión, recreando imaginariamente el escenario subversivo del ochenta, a través del lenguaje y la manipulación de la información audiovisual. El terruqueo reproduce y actualiza las clasificaciones que se han producido sobre el indio en nuestra historia republicana. De ahí que esta práctica descalificativa despierte el racismo y la discriminación por otros medios, a saber, el que dirige las protestas o movilizaciones sería un terrorista movido por oscuros intereses foráneos.
Por último, para esta visión conspiracionista, los líderes de las protestas complotan en contra del país en función de sus intereses particulares porque son “seres malvados”; mientras que los seguidores (de las protestas) serían unos sujetos engañados, manipulados, sin capacidad de agencia, ignorantes; en otras palabras, se trata de “indios, cholos, campesinos, provincianos”, por mencionar algunos apelativos. Así al indio o indígena se le ha negado, a lo largo de la historia, la participación política: se procuró mantenerlo en el analfabetismo, se lo calificó como “mala raza” y, en los últimos tiempos, se pretende asociarlo con el terrorismo. Es la reclasificación y descalificación que, a la luz de los hechos actuales, siguen vigentes.
Fuente:Revista Ideele N°308. Enero – Febrero 2023