Desde hace varios años notamos un declive sistemático en la legitimidad de la democracia como régimen.
En los últimos tiempos, especialmente a partir de la reelección del presidente Donald Trump en los Estados Unidos, diversos analistas señalan que estaríamos ante el final de una era y el inicio incierto de otra. No está del todo claro qué es lo que estaría terminando y qué estaría iniciando.
Siempre es arriesgado intentar caracterizar los cambios mientras están ocurriendo. En ocasiones sobreestimamos la ocurrencia de estos cuando en realidad se trataba de excepciones, no de tendencias. También se pueden subestimar los indicios de cambios de fondo que todavía no se presentan en toda su magnitud. Intentando aquí contribuir con un grano de arena, considero que lo que estaríamos presenciando en la actualidad es el final de la hegemonía de la democracia liberal representativa como modelo político. Y su cuestionamiento desde lógicas personalistas y populistas desde dentro de regímenes formalmente democráticos, pero vaciados de contenido.
En 1988, Francis Fukuyama publicó un provocador artículo, titulado “¿El fin de la historia?”, donde sostenía que estaríamos ante el “punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”. Ella se habría impuesto sobre el fascismo y el comunismo como alternativas, y otras formas existentes no tendrían posibilidad de convertirse en modelos de relevancia global, como los estados teocráticos islamistas. La tesis de Fukuyama fue ampliamente cuestionada y debatida, pero su autor defendió la validez de su planteamiento hasta cuando menos 20 años después de publicada. Si alguna corrección cabría hacer al argumento era que estaríamos ante el inicio de una historia “posthumana” marcada por el desarrollo de la biotecnología. En otras palabras, ni el autoritarismo chino ni el islamismo iraní ni ningún otro modelo político tendría la capacidad de presentarse creíblemente como una alternativa capaz de convencer a los ciudadanos del mundo de que podrían llevar a mayores niveles de prosperidad y libertad.
Sin embargo, desde hace varios años notamos un declive sistemático en la legitimidad de la democracia como régimen. Se hace mayoritaria la percepción de que los países viven una situación de declive, de que el sistema favorece a un grupo de privilegiados, de que los políticos no tienen interés en los ciudadanos, y de que necesitaríamos líderes fuertes y dispuestos a “romper las reglas” para revertir esta situación, como muestra por ejemplo la encuesta de Ipsos sobre populismo aplicada en 28 países de diferentes regiones del mundo.
El populismo durante mucho tiempo se consideró un fenómeno latinoamericano, y se pensó que países con instituciones fuertes y sistemas de partidos consolidados serían “vacunas” contra la extensión de estas amenazas a la democracia. Incluso en nuestros países, la extensión de la democracia en lo político y del neoliberalismo en la economía sugerían cierto retroceso en nuestras tradiciones populistas. Pero el populismo resultó siendo útil también para líderes neoliberales (como Alberto Fujimori), y luego volvió con fuerza de la mano del “giro a la izquierda” y líderes como Hugo Chávez, Evo Morales o Rafael Correa, todos ellos desdeñosos de la democracia liberal y que compartían la idea de este último de que, por ejemplo, el principio de la alternancia en el poder sería “una tontería de la oligarquía”. Ahora resulta que estas lógicas se presentan con fuerza también en Europa y los Estados Unidos. Seguiré con el tema.