La pandemia nos demostró que ningún Gobierno o institución puede resolver los desafíos públicos que tenemos enfrente. ¿Cómo podemos avanzar en Latinoamérica?
La reciente victoria de Javier Milei en las primarias argentinas es un episodio más de la oleada de líderes de ultraderecha que van ganando protagonismo en Latinoamérica (y en todo occidente). No hay originalidad allí. Con matices, este es un fenómeno similar a lo que expresa José Antonio Kast en Chile, Jair Bolsonaro en Brasil, Luis Fernando Camacho en Bolivia o Rodolfo Hernández en Colombia. Estas figuras, con distintos grados de éxito, logran catalizar en discursos y propuestas incendiarias que culpan de todos los males a la élite política, al Estado, los migrantes y a los feminismos.
En estas semanas se han volcado ríos de tinta que intentan interpretar esta oleada. En su mayoría, han prevalecido las miradas autoflagelantes sobre los fracasos de la política tradicional para interpelar, incorporar y brindar soluciones a una sociedad cada vez más precarizada y empobrecida.
Esa es una mirada incompleta. Creo que culpar a la democracia y a su dirigencia es quedarnos en el epifenómeno. Lo que está por detrás de esta crisis política son transformaciones estructurales que han ido erosionando el modelo de organización social sobre el que se han construido nuestras democracias. Si bien no son tendencias exclusivas de la región, tienen sus especificidades en estas tierras.
El primero es la consolidación de un modelo económico cada vez más injusto. Según la CEPAL, América Latina desde hace una década que se encuentra en una trampa estructural de bajo crecimiento (más bajo que en la década perdida de los ochenta) y alta desigualdad. Asimismo, los Estados cuentan con una gran debilidad para cobrar impuestos, se encuentran muy endeudados y con una enorme demanda social por las consecuencias de la pandemia. Por ende, los líderes políticos tienen muy poco margen para implementar políticas sociales, de promover el empleo, y la inversión productiva. Como señala el politólogo Steve Levitzky, con Estados débiles es muy difícil gobernar.
El segundo factor clave es la revolución digital que nos tiene permanentemente conectados a dispositivos y a plataformas que inyectan consumo, aislamiento y confrontación. Estudios han demostrado que los algoritmos de las redes sociales incentivan el parroquianismo, el enfrentamiento y el odio. Una noticia falsa tiene cuatro veces más posibilidades de ser compartida que una verdadera, y los mensajes de odio y confrontación tienen el doble de posibilidades de recibir like (me gusta). Las consecuencias culturales son enormes. Los estudios globales de valores han mostrado que nuestras sociedades hoy son más anómicas, individualistas y parroquiales. Particularmente entre las juventudes, existe un desapego creciente por “el otro” y participan en grupos más pequeños y homogéneos.
Lo que sucede, entonces, es que las instituciones de la política democrática –principalmente partidos políticos e instituciones representativas– no han podido o sabido dar respuestas a un mundo en transformación. Esta debilidad (e impericia) de la política, y sociedades más anómicas, son factores que han sido hábilmente capitalizados por los discursos antipolítica radicalizada.
No hay inocencia en la propuesta libertaria. Estos son movimientos cada vez están mejor organizados, con redes globales, con estrategias claras, apoyo de los poderes de facto y fogoneados por los medios de comunicación. La receta que proponen es simple, siguiendo las palabras de Margaret Thatcher, ”la economía es el método, pero el objetivo es cambiar el alma”. Es decir, logran aglutinar su mensaje en los problemas de la élite política y en un Estado poco eficiente, pero la agenda de fondo va contra las ideas de comunidad, de solidaridad e igualdad que propone la democracia, y las sociedades basadas en derechos y y respeto a la diversidad.
Es por ello que la respuesta no puede ser resignación ni el autoflagelo. Hay que trazar una línea en la arena para defender las instituciones, los derechos y las conquistas logradas. El método es recuperar a la política para lograr cambiar la correlación de fuerzas de poder y volver a dar un sentido democrático a nuestra organización social.
Propongo tres ejes para recuperar la agenda democrática en América Latina. El primero es revitalizar a los partidos políticos como canales de intermediación. El politólogo Peter Mair nos señalaba que el problema de los partidos es que el poder ya no reside allí, pero, sin ellos, nos ha ido peor. El desafío no es volver atrás, sino llenarlos de ciudadanía, democratizando procesos internos, recuperando territorialidad, y salir de silos sectoriales, tendiendo puentes con los sectores empresariales y la sociedad civil.
Segundo, generar mecanismos de gobernanza colaborativa. El historiador Pierre Rosanvallon nos alerta de que un enorme problema de las democracias recientes es que no se gobierna democráticamente. La pandemia nos demostró que ningún Gobierno o institución tiene los recursos ni los instrumentos para resolver los desafíos públicos que tenemos enfrente. En un estudio reciente de Asuntos del Sur demostramos que los gobiernos que colaboraron con otros actores sociales son los que menos sufrieron las consecuencias de la pandemia.
Por último, el debate sobre la democracia debe ir más allá del régimen político. Asuntos como los algoritmos de inteligencia artificial o los modelos de transición energética afectan a nuestras sociedades y, por ende, necesariamente deben ser debates de la democracia. Requerimos que los liderazgos públicos tengan herramientas para ser protagonistas en estas decisiones y promuevan un debate público sobre los mismos.
Con partidos fortalecidos, instituciones gobernando con la ciudadanía, y politizando agendas fundamentales, la política podrá producir bienes públicos más justos, legítimos, inclusivos y sostenibles en América Latina. En definitiva, ¿no se trata de eso la democracia?