“No nos merecíamos que nos arrastraran hasta perdernos, hasta hipotecar nuestra dignidad”.
Perder o perderse. Parecen sinónimos, pero entrañan conceptos totalmente distintos. Cuando perdemos algo o a alguien experimentamos un sentido de inevitabilidad. No hay vuelta atrás: la desaparición de un ser querido, de un trabajo, de un objeto preciado, viene acompañada de resignación, de una profunda pena. Solo la irracionalidad hace que uno albergue esperanzas por recuperar lo que ya se fue. Keiko Fujimori perdió las elecciones del 2016 y, cada vez es más obvio, que también se le fue de las manos esta última frente a Pedro Castillo. Y cuando se pierde por uno o por mil quinientos da exactamente lo mismo. Veo los últimos intentos de desacreditar estas elecciones y pienso que estamos en un partido de fútbol en el que el equipo A le mete un gol al equipo B a último minuto. Los perdedores no lo pueden creer y reclaman mano. El árbitro no lo considera así, pero consulta el VAR: nada, no hay mano. Consulta con los jueces de línea y nada, no hay mano. Se quejan ante la FIFA, piden apoyo internacional, pero nadie encuentra nada irregular. Eso sí, han hecho tal campaña que todos sus hinchas no solo ven mano, sino también posición adelantada, foul en el área, codazo, jalada de camiseta. Mil factores, que o no existen o no son más que los incidentes normales en la disputa de un gol. La irracionalidad se convierte en la guía de los que no quieren por nada del mundo que gane el otro equipo, y ya no solo quieren anular el partido, sino todo el torneo. Se echa a andar la tormenta perfecta para un desmadre social.
Perderse es mucho más complejo. Es dejarse ganar por la ira, los sentimientos más oscuros, el desánimo o la depresión. Perderse es dejar de ser tú mismo, y convertirte en un remedo, en una caricatura, para espanto y vergüenza de tus seres queridos, de tus amigos. ¿Qué oscuros procesos pasan por la mente de quien otrora decente se transforma en un racista confeso? ¿Qué relámpago embrutece a esa madre de familia que iba todos los días a misa y hoy propone matar caviares? ¿Qué leyó ese hermano que le desea al otro que lo boten de la chamba porque no piensa igual a él? Javier Cercas explicaba a partir de su última novela “Terra Alta” que los hombres estamos llenos de zonas oscuras, que vivimos reprimiéndolas para poder vivir en sociedad, y que por eso la literatura es una fuente de escape, de evasión: disfrutamos que otro, el personaje de esa historia truculenta, mate por nosotros, viole por nosotros, robe por nosotros y desprecie por nosotros. La literatura, como buena parte de la ficción, cumple su rol catártico y encauza nuestra vileza a través de algo inofensivo: el arte.
Pero en este último año, no ha habido novela, libro, película que nos ampare. La pandemia y su indolente capacidad destructiva de vida y esperanzas, la clase política pocilguera destilando su vileza y oportunismo y el desprecio con el que ciertos peruanos tratan a otros han superado a los últimos círculos del infierno de Dante.
Keiko Fujimori, en lugar de asumir que perdió las elecciones y convocar a una ciudadanía vigilante ante los posibles abusos de un gobierno como el planteado por Pedro Castillo, prefirió invitar a todos a perderse, a envilecerse. Y así fuimos testigos de un Vargas Llosa pisoteando la democracia en defensa de la democracia, una Lourdes Flores convertida en tinterilla, un Barnechea, en golpista. Y junto con ellos, una masa que se cansó de gritar fraude frente a otra que está agotada esperando que reconozcan a su candidato como presidente.
Hemos perdido tanto los peruanos, hemos dejado ir tantas cosas, se nos han diluido entre las manos tantos sueños, vidas, esperanzas que no nos merecíamos que nos arrastraran hasta perdernos, hasta hipotecar nuestra dignidad. Basta, por favor, señora Fujimori. Permítanos empezar a construir sobre los escombros que deja.