En abril, mayo y junio de 2023, los investigados en la llamada “Operación Eclipse” han sido notificados de la resolución que ordena la anulación de sus antecedentes judiciales y policiales, confirmando la resolución que condenó a 17 de ellos y absolvió a 103 en 2017 y la que indicó que no procedía el enjuiciamiento de 115 investigados el 2016.
Con ello se termina de cerrar, al menos para las 218 personas absueltas o no enjuiciadas por no haber procedido hacerlo, un caso iniciado a fines de la primera década del siglo. En el lapso de las investigaciones muchos de los absueltos o no enjuiciados han perdido tiempo valioso de sus vidas en prisión, por resoluciones provisionales o preventivas. Además, han visto sus honras manchadas y han sido sujetos de sospechas de vecinos, eventuales empleadores o incluso familiares y amistades. Todos esos daños deberían ser reparados. Por lo menos con una distribución pública de la parte resolutiva de la sentencia que confirma la improcedencia del enjuiciamiento y la absolución de dichas 218 personas, de manera que todos podamos saber que han quedado libres de responsabilidad penal sin que tengan que dar más explicaciones.
Además, con cargo a los presupuestos del sector Interior o del Ministerio Público o del Poder Judicial, conforme a la responsabilidad que cada entidad haya tenido en los errores de investigación o juzgamiento que puedan verificarse por cada persona, debería otorgárseles una indemnización que les permita reforzar las actividades a las que se estén dedicando ahora o a gozar de una vejez tranquila, según cada situación.
Estas propuestas se enraizan en una idea de justicia básica, que es dar a cada quien lo que le corresponde, sobre el reconocimiento de que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”, como indica el considerando inicial de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948. A contrario, el encarcelar a una persona por meras sindicaciones o sospechas, o como estrategia para llegar a otras personas, afecta su dignidad y por ende, la justicia según ese parámetro universal. Por lo que corresponde restaurarla en lo que sea viable.
Lamentablemente, la imputación de “terrorista” a personas, para obtener fines policiales o políticos, dista de haber quedado en el pasado. Las notas de la sesión del Consejo de Ministros que aprobó la declaración del estado de emergencia para afrontar las legítimas protestas ciudadanas en diciembre de 2022, muestran que en el más alto nivel político, se atribuyó esa condición a quiénes protestaban. Y documentos que acaban de ver la luz, así como declaraciones de integrantes de la propia Policía Nacional, muestran que el uso de armas letales para cometer las masacres de Juliaca y Ayacucho, así como las ejecuciones extrajudiciales documentadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Human Right Watch y Amnistía Internacional, fue parte de planes de operaciones, en las que se envió a fuerzas policiales con fusiles de guerra, con sus correspondientes municiones. Algo sólo explicable con la atribución de terroristas a las personas que se manifestaban, lo que muestra que la estigmatización policial, militar y políticas a ciudadanos en razón de su procedencia, se han mantenido.
Por ende, el primer paso para un pacto social por la justicia, en su ámbito institucional, es el de afirmar con mucha intensidad y sin condiciones, la igual dignidad de toda persona, tal como se proclama en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, al margen de cualquier circunstancia política, geográfica, étnica, sexual, económica o de cualquier otra índole. Si bien los primeros artículos de la Constitución de 1979 y de la de 1993 recogieron ese principio su cumplimiento sigue pendiente de garantías efectivas, las mismas que habrán de ser centro de un futuro pacto constituyente.