Las fiestas navideñas nos dan la oportunidad de traer al presente acontecimientos de hace aproximadamente 2026 años, para entender algunas situaciones que vivimos hoy, lo que nos ayuda a posicionarnos mejor. Por ejemplo, respecto a la legitimidad de los gobernantes, desde la presidenta de la República desde el 7 de diciembre del 2022, hasta el alcalde del distrito más pequeño desde este 1 de enero de 2023.
Aunque parezca un concepto técnico de la teoría política, la legitimidad del gobernante es uno de los asuntos más cotidianos de la vida humana en sociedad, desde las primeras tribus hasta los más modernos Estados. En varios departamentos de Perú hemos vivido y sufrido el deterioro acelerado de gobernadores regionales, hasta el punto de que en Junín, Puno, Áncash, Arequipa, Madre de Dios, Huánuco, Tumbes, Ucayali y Lima (más de un tercio del total), quiénes entregaron el gobierno a las nuevas autoridades, no fueron los electos como titulares, lo que también viene ocurriendo en en el ámbito nacional.
Es decir, perdieron la legitimidad para gobernar, el título por el que los demás los aceptábamos como gobernantes con capacidad de impulsar medidas que nos afecten, como muchas decisiones de asignación de presupuestos públicos. Pero la pérdida de legitimidad de ejercicio de un gobernante que tenía un justo título de origen, no es algo reciente. Cada 28 de diciembre se recuerda la matanza de inocentes ante el temor del rey de Judea de que un niño recién nacido en Belén, le quitaría su reinado. Como lo relata el Evangelio de Mateo, al ser informado del nacimiento de Jesús, “el rey Herodes se inquietó mucho al oír esto” (Mateo 2,3) y dispuso una matanza – eliminación física – de todos los niños menores de dos años, para prevenir el surgimiento de lo que hoy llamaríamos opositores políticos. Hoy día asistimos al intento de eliminación (palabra usada por el congresista Cueto, de Renovación Nacional) política, social, mediática y legal de quiénes cuestionan la legitimidad de ejercicio del actual gobierno nacional. Una manera de hacerlo es el llamado “terruqueo”, que genera un clima de tolerancia ante difamaciones, detenciones o investigaciones arbitrarias, e incluso, ejecuciones extrajudiciales de quiénes son señalados como “terrucos”.
A diferencia del pasado en Judea en que sólo quedaba migrar para huir de la persecución política, hoy en Perú aún es posible rechazar dichas prácticas. Y también es posible exigir justicia, reparación y garantías de no repetición para las familias de los 28 peruanos asesinados durante las protestas de diciembre. Así como que el Gobierno deje de reprimir a quiénes lo cuestionan por no hacer efectiva la responsabilidad política por dichos asesinatos. Como ayer con Herodes, la represión indiscriminada (y el terruqueo como justificación mediática) evidencia un temor que nace de la inseguridad sobre la propia legitimidad.
Pero los textos que se leen en Navidad también nos muestran lo contrario: el profeta Isaías nos dice en su capítulo 9 que “El pueblo que andaba en la oscuridad vio una gran luz.” Y se dirige a Dios, para decirle que eso era porque “tú has deshecho la esclavitud que oprimía al pueblo, la opresión que lo afligía, la tiranía a que estaba sometido”. Y profetizar que
“Las botas que hacían resonar los soldados y los vestidos manchados de sangre serán quemados, destruidos por el fuego… porque nos ha nacido un niño, …al cual se le ha concedido el poder de gobernar… extenderá su poder real a todas partes y la paz no se acabará; su reinado quedará bien establecido, y sus bases serán la justicia y el derecho desde ahora y para siempre.”
Esa profecía puede orientar a cada una de las personas que están iniciando gobiernos, a que lo ejerzan con justicia, preferencialmente en favor de las personas más humildes. Y a todos y todas las demás, nos puede alimentar el espíritu a fin de que seamos constantes en exigirlo.
