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Opinión

¿Qué le pasó al Perú? El país que dejó de reaccionar

Hace no tanto, el Perú era un país que rugía. Bastaba una amenaza contra la justicia, un intento de copar instituciones o un manoseo de la democracia para que miles salieran a las calles, se organizaran en colectivos, encendieran las redes sociales y gritaran con fuerza que no, que no pasarán. Fue así como se impidió el cambio de fiscales anticorrupción. Así cayó Merino, en solo seis días de interinidad, frente a una movilización nacional que obligó al Congreso a retroceder y colocar a Sagasti como figura de consenso.

Pero ese país ya no es el mismo.

Hoy, el Congreso goza de apenas un 3 % de aprobación. El Ejecutivo, de otro tanto. La mayoría de peruanos está harta, decepcionada, indignada. Y, sin embargo… hay silencio. Hay murmullo, hay crítica en la mesa familiar o en el taxi, hay muecas en redes, pero ya no hay calle. Ya no hay gritos. Ya no hay rugido.

¿Qué nos pasó?

La respuesta no es sencilla, pero hay pistas. Una de ellas está en la sangre que se derramó tras la caída de Pedro Castillo. La represión fue brutal, inédita. Decenas de muertos. Jóvenes, madres, campesinos. Vidas perdidas a balazos por el delito de protestar. Y tras eso, vino una campaña silenciosa pero eficaz de amedrentamiento. Líderes sociales judicializados, amenazados con años de cárcel. Protestar se volvió un riesgo alto, no solo físico, sino legal. Una línea roja que muchos ya no se atreven a cruzar.

Y aquí es necesario decirlo con claridad: impedir el derecho a la protesta es canalla, es antidemocrático, es propio de regímenes autoritarios. La Constitución reconoce la protesta como un derecho fundamental, un espacio legítimo para el disenso y la expresión política del pueblo. Si se castiga selectivamente a quienes protestan contra el régimen, si se criminaliza al que cuestiona al Congreso o al Ejecutivo, pero se permite cuando no incomoda al poder, entonces ya no estamos en una democracia plena. Estamos en otra cosa. Un sistema que reprime, judicializa y silencia el disenso, aunque se vista de legalidad, se parece más a una dictadura que a una república.

Y eso también explica el silencio.

La gente no está dormida. Está herida. Y está cansada también. Cansada de luchar y no ver cambios. De marchar y que los mismos de siempre sigan blindándose. De votar y sentirse traicionada al día siguiente. La fatiga democrática es real. Y, sobre todo, peligrosa: porque el hartazgo sostenido, cuando no se canaliza, se convierte en resignación o en rabia sorda. Una rabia que no construye, sino que se acumula y estalla de formas impredecibles.

Otro factor clave es la desconexión. La política ya no representa a nadie. El ciudadano de a pie no se siente convocado por partidos, ni identificado con líderes visibles. Las organizaciones sociales han sido debilitadas o divididas. Los colectivos se han ido apagando. Y los medios, salvo contadas excepciones, no reflejan la indignación real del país. Lima sigue mirando a las regiones como un eco lejano, sin reconocer que ahí, muchas veces, está el verdadero pulso de la protesta.

El miedo se ha instalado, sí. Pero también la sensación de que nada sirve. Y eso es lo más peligroso.

¿Estamos condenados a la apatía? ¿El Perú ha perdido su fuego cívico? No lo creo. Lo que pasa es que estamos en un momento de contención. De duelo. De recuento. Pero no hay que confundir el silencio con la derrota.

Lo que este país necesita es esperanza organizada. Voces nuevas. Espacios como este diario —independiente, ciudadano— que sirvan de faro para reencontrarnos. Lo que hace falta no es solo indignación, sino un nuevo tejido de confianza. Nuevas formas de juntarnos, de cuidarnos, de protestar sin miedo, con dignidad.

Porque lo que está en juego no es solo el presente. Es el derecho de las próximas generaciones a no vivir bajo el abuso, la impunidad y el olvido.

Y eso, tarde o temprano, vuelve a sacar a la gente a las calles.

Lo que este país necesita es esperanza organizada. Voces nuevas, espacios ciudadanos— que sirvan de faro para reencontrarnos. Lo que hace falta no es solo indignación, sino un nuevo tejido de confianza. Nuevas formas de juntarnos, de cuidarnos, de protestar sin miedo, con dignidad.

Porque lo que está en juego no es solo el presente. Es el derecho de las próximas generaciones a no vivir bajo el abuso, la impunidad y el olvido.

¿Hasta cuándo los peruanos vamos a quedarnos en silencio? ¿Qué más tiene que pasar para despertar a ese león dormido que alguna vez rugió con fuerza?

Ya basta. Porque esta calma no es paz, es anestesia. Y la están usando para terminar de destruir las instituciones, para coparlo todo, para borrar la democracia por dentro sin que suene una sola alarma. Y cuando nos demos cuenta, quizá ya estemos frente a una dictadura mafiosa, disfrazada de legalidad, que no nos permitirá ni siquiera alzar la voz.

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