¿Cuándo un conflicto armado configura una guerra civil? ¿En qué circunstancias una crisis social puede desencadenarla? ¿Ha padecido el Perú alguna guerra civil de envergadura? ¿Puede padecerla?
Se suele considerar al filósofo inglés Thomas Hobbes (1588 – 1679) uno de los padres de la filosofía política moderna. En su libro Leviatán o la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil, publicado en 1651, imagina un experimento conceptual para explicar el origen del Estado, las leyes, la vida ciudadana y, en general, los conceptos morales y políticos de bien y mal, justo e injusto, y legítimo e ilegítimo, entre otros.
Su tesis principal, sin entrar en detalles exegéticos, es que todo ordenamiento jurídico es el producto de un contrato social tácito por el que cedemos parte de nuestra libertad a un gobierno que representa al Estado, a cambio de que este nos proteja y garantice nuestra seguridad. El único derecho que el individuo mantiene es el de su propia vida, pues precisamente para preservarla es que renuncia a una parte de su autonomía. Pero si el Estado no está en condiciones de proteger la seguridad del individuo, este no tiene por qué obedecerlo, es decir, tiene la potestad de declararse en rebeldía y romper el pacto social. Más aún, según él toda comunidad está siempre ante la posibilidad de sucumbir a la anarquía, la anomia, el desgobierno y, por tanto, desaparecer como sociedad organizada, para dar lugar, después de una situación de conflicto desmedido, a un Estado que, con otras características, sí pueda proteger a los ciudadanos que lo conforman.
Más allá de Hobbes, la situación de anomia o desgobierno que antecede a la conformación de un Estado y sucede a su desaparición, no es propiamente una guerra civil, es, más bien, una suerte de confrontación entre pequeñas bandas que intentan someterse mutuamente. Una guerra civil tiene otras características. Normalmente se trata del enfrentamiento entre dos grupos de poder –o más de dos, pero que se organizan en dos principales– donde cada uno de ellos tiene una cierta organización e ideología que intenta imponer por la fuerza al otro y al país que ambos conforman, comprometiendo a la sociedad en su conjunto. Ejemplos paradigmáticos fueron la Guerra de secesión estadounidense de mediados del siglo XIX o la Guerra civil española que enfrentó a republicanos y nacionales, entre 1936 y 1939.
¿Qué tendría que ocurrir para que esa anarquía llegara a desembocar en una guerra civil? Para que eso ocurra las Fuerzas Armadas tendrían que partirse en dos: un grupo apoyando al poder formal y otro a aquellos que están dispuestos a levantarse en armas porque no se sienten suficientemente reconocidos y creen que el Estado, como ahora está configurado, no los representa.
En el Perú denominamos guerras civiles a diversas confrontaciones armadas posteriores a la independencia de España, pero muchas de ellas fueron enfrentamientos entre caudillos o caciques, que no afectaron al Perú en su totalidad, sino a regiones e intereses fraccionados. Nuestro país, no obstante, hubiera sido candidato perfecto para una guerra civil. Una sociedad que se constituyó a partir de dos repúblicas (la de españoles y la de indios), cuya independencia no hizo que esas dos repúblicas se fusionaran sino, por el contrario, agravó las diferencias, y donde recientemente los sectores más prósperos se hicieron aún más ricos pero los menos desarrollados se limitaron a observar el crecimiento económico ajeno, hubiera podido desencadenar una guerra civil que lo partiera en dos. Es verdad que a fines del siglo pasado hubo una confrontación que dejó decenas de miles de víctimas, pero ella no califica de guerra civil, aunque sí de conflicto armado interno.
Pudo haberse producido una guerra civil entre criollos descendientes del poder español y grupos indígenas que se sentían o sienten ciudadanos de segunda categoría. ¿Qué impidió que esto ocurriera? Desde mi punto de vista, dos elementos muy valiosos, aunque insuficientes. De un lado, el mestizaje, pues la mayor parte de la población peruana no es ni blanca ni indígena sino mestiza, de manera que esa mayoría no sabría a qué bando apoyar. De otro lado, el que el crecimiento económico de las últimas décadas ha permitido cierta movilidad social, de manera que personas que pertenecieron a grupos tradicionalmente excluidos pudieron acceder a beneficios económicos cuyos padres no conocieron. Si ambos elementos se incrementaran, serían un freno natural a nuevas situaciones de violencia. En líneas generales, mientras más mestizos seamos y haya mayor movilidad social, menos riesgo habrá de enfrentamientos sociales.
Pero ello no basta. Sería tedioso hacer una lista de los otros elementos que el Perú necesita con urgencia, no solo para evitar estallidos violentos, sino para que el país se desarrolle de manera integral y equitativa. Uno particularmente importante es el fortalecimiento de un Estado eficaz y justo, con el que los peruanos de todos los rincones de la patria nos sintamos identificados. Aquel Estado tendría que garantizar el acceso a derechos básicos, como la equidad ante la ley y el acceso a seguridad, educación y salud de calidad. No se trata de alimentar un Estado paquidérmico, sino uno presente y eficiente.
La violencia que estamos observando en estos días es excesiva, pero sigue siendo una confrontación desorganizada entre la Policía Nacional, apoyada por las Fuerzas Armadas, y grupos de manifestantes, entre los que hay ciudadanos que legítimamente expresan su descontento, grupos violentistas que tienen una agenda política al mediano plazo y facinerosos que se aprovechan del desconcierto. Es necesario, empero, hacerse algunas preguntas: ¿Por qué, después de un año de desgaste del gobierno inoperante de Pedro Castillo y ante pruebas contundentes de su participación en actos de corrupción, hay todavía muchos peruanos que están literalmente dispuestos a dar su vida por reponerlo en el poder? Seguramente hay motivaciones subalternas, pero no todas pueden serlo. Muchos de sus seguidores creen, con alguna razón, que la derecha no lo dejó gobernar. Piensan, por tanto, que esa derecha no dejó gobernar a alguien como ellos que ganó legítimamente la presidencia; así pues, se sienten afectados en su propia identidad. Aceptan que su gobierno fue malo, que probablemente fue corrupto y que intentó hacer un golpe de Estado, pero, finalmente –dirían estos compatriotas– era uno como nosotros, fue a nosotros a quienes no dejaron gobernar, fue a nosotros a quienes quisieron vacar, a nosotros nos quisieron inventar un fraude. Al discriminarlo y burlarse de Pedro Castillo, lo hacían con nosotros. Al mofarse de su acento serrano, su sombrero de Chota y sus costumbres andinas, nos agraviaban a nosotros. Castillo intentó el golpe de Estado que nosotros hubiéramos deseado hacer desde hace muchos años, podrían pensar muchos de sus defensores, porque el Estado no está configurado para protegernos a nosotros sino a aquellos que ancestralmente tienen las oportunidades que nosotros no tenemos. La violencia callejera que hemos presenciado atónitos en los últimos días hubiera sido poca cosa si Castillo hubiese sido vacado en el primero de los intentos, felizmente fallido, protagonizado el 25 de noviembre de 2021.
La exigencia –sea justificación o pretexto– de un cambio de Constitución, es una manera de expresar la percepción que tienen muchos millones de ciudadanos de que el Estado no los ampara. Es una pérdida de tiempo preguntar a esos compatriotas qué artículo quieren cambiar y por qué, pues lo que está en juego no es un artículo u otro, sino si este tipo de Estado, que se refleja en esta Constitución, representa el contrato social del que esos peruanos quieren ser parte.
Al día de hoy, la situación no está controlada y no lo estará mientras no haya cambios estructurales que neutralicen las causas de la violencia. ¿Podrán los actuales conflictos convertirse en una guerra civil? Lo veo poco factible, más probable hubiera sido que eso ocurriera si se producía un golpe de Estado de derecha o una vacancia injustificada, al poco tiempo de tomar Castillo la presidencia. ¿Qué tendría que pasar para que el actual conflicto se salga de control? Eso ya está ocurriendo y podría conducir a un período, impredeciblemente extenso, de anomia, caos y desgobierno, en el que el Perú se fracturara en términos políticos, ideológicos e identitarios. No sería, sin embargo, una guerra civil. Entonces, ¿qué tendría que ocurrir para que esa anarquía llegara a desembocar en una guerra civil? Para que eso ocurra las Fuerzas Armadas tendrían que partirse en dos: un grupo apoyando al poder formal y otro a aquellos que están dispuestos a levantarse en armas porque no se sienten suficientemente reconocidos y creen que el Estado, como ahora está configurado, no los representa.
Observar el enfrentamiento de manifestantes –llegados de diversas regiones del país– con policías y militares que podrían ser sus hermanos, primos o vecinos, es una visión intolerablemente dolorosa. Pero hay que considerar que podría ocurrir que esos policías y militares se pregunten si están combatiendo del lado correcto. Si decidieran que no, tendríamos una guerra civil, y podemos estar seguros de que nunca el país se llegaría a desangrar tanto. Felizmente ese escenario es improbable. Pero, por remoto que nos parezca, es posible, y nos corresponde hacer que su grado de probabilidad se reduzca al mínimo. Para ello, no debería haber ningún peruano que sienta que el Estado es un enemigo al que debe enfrentarse, sino más bien un conjunto de instituciones que existen para protegerlo, no para resolverle la vida ni para decirle lo que debe hacer, pero sí para ampararlo cuando ello sea necesario.
Fuente: IDL Revista