Desde el inicio de su gobierno, Dina Boluarte ha venido utilizando un conjunto de ideas-fuerza que acompañan sus diversas declaraciones públicas, mensajes a la nación y conferencias de prensa. Se trata de un puñado de muletillas que, mediante un hábil efecto discursivo, parecen envolverla tras un espejismo de la realidad que no solo la aísla del grave escenario cotidiano realmente existente en el país, sino que le brinda cierta sensación de inmunidad. Recurriendo a dicha retórica no solo intenta victimizarse, sino que también busca presentar a su gestión como un ejemplo de desprendimiento, sentido de responsabilidad y afán de servicio a la patria. Una de sus ideas favoritas puede resumirse en una frase corta que vale pena subrayar: quienes protestan tienen demandas políticas y no sociales, por lo cual el gobierno no puede atenderlas.
El 10 de febrero, durante la conferencia de prensa realizada por Boluarte y su gabinete en pleno, a fin de presentar los avances de sus primeros dos meses de gestión, nuevamente se recurrió a ese discurso. La conferencia fue una de esas escenificaciones reveladoras que consiguen mostrar justamente aquello que desde el poder se pretende ocultar. Durante más de dos horas, los informes ministeriales se refirieron a un país inexistente: uno en aparente situación de normalidad. Ocurre que, desde hace dos meses, las noticias de todos los días -a pesar del veto informativo de los grandes medios, sobre todo limeños- siguen mostrando una situación que es más bien excepcional, pero además tremendamente grave. Aunque se esfuerce por aparentar cierta normalidad, el régimen de Boluarte, más allá de la ejecución de acciones represivas que han dejado un saldo de casi cincuenta ciudadanos muertos por disparos de las fuerzas del orden, prácticamente no ha conseguido echar alas. Es decir, ni siquiera ha podido ejercer algo que pueda ser evaluado como una gestión gubernamental, frente al panorama de un país sacudido por las protestas más importantes ocurridas desde hace décadas. Así, en la susodicha conferencia, las exposiciones sobre los avances de gestión de los diversos ministerios sonaron a simples bromas de mal gusto. La presidenta y sus ministros escenificaron una retahíla de discursos tecnocráticos divorciados de la dura realidad que, cínicamente, trataban de ocultar. La cereza del pastel fueron las palabras de la propia mandataria, quien, ante las preguntas de la prensa, solo atinó a repetir sus muletillas. Que el gobierno solo puede atender reclamos de tipo social. Que es víctima de un encono gratuito contra una mujer que, por primera vez en 200 años, ha llegado a ejercer la máxima posición del país. Que los manifestantes en distintas regiones del país, y en Lima, constituyen un grupo minúsculo, minoritario. Que tras las protestas ronda el peligro del regreso del terrorismo. Una cosa es escuchar la misma melodía repetidamente. Otra es el ruido desagradable de un disco rayado.
Para evitar dudas o equívocos, repasemos textualmente algunas frases expresadas por la propia Boluarte en la tan publicitada conferencia de prensa gubernamental:(1)
Frase 1:
“Yo llamo a la reflexión a aquel grupo minoritario que aún sigue convocando a marchas de protesta y éstas violentas, cuya agenda no son ninguna de lo que hoy día hemos tratado en esta conferencia de prensa nacional e internacional. Es decir, la agenda que estas marchas de protesta llevadas con violencia, están anteponiendo una agenda política. Creo que el tema político dejemos para épocas de campaña y en su oportunidad se pueda resolver. Hoy estamos acá para hacer gobierno y es lo que estamos haciendo. Seguramente seguiremos llamando e instalando la agenda de cada región, no nos vamos a cansar y la violencia no nos va a detener.”
Frase 2:
“Aquellas personas, reitero, que tengan una agenda política, pues vengan acá para poder conversar, y poner sobre la mesa la agenda social que es lo que el país necesita: trabajar, trabajar, trabajar, en paz, en calma, con seguridad. No generemos el caos. Nosotros como gobierno no nos vamos a detener frente a la violencia. Por eso digo: la responsabilidad es de todos los peruanos, inclusive de este grupo minúsculo que aún quiere generar caos, desorden y violencia. Volvamos a poner sobre la mesa la agenda país y trabajemos sobre ello.”
Frase 3:
“Muchos de los que marchan seguramente sienten que están marchando para resolver la agenda social. No mezclemos con una agenda política que no nos lleva a nada, a ningún puerto. Trabajemos todos unidos. Déjennos trabajar en calma.”
Junto a su afán por desmerecer el sentido político de las protestas, Boluarte buscó presentarlas como una continuidad de la violencia ocurrida durante las dos décadas finales del siglo XX:
Frase 4:
“Creo que no nos merecemos, el Perú entero, luego de haber salido de los años 80 y 90 de esa historia negra de Sendero Luminoso, el país no tiene porqué seguir desangrándose más. Nos ha costado salir de esa historia violenta y sangrienta. Estamos viviendo en una democracia frágil, sí, nuestra democracia en el Perú. Creo que es la más frágil de Latinoamérica. Pero está en los peruanos, está en nosotros, fortalecer esa democracia, fortalecer nuestras instituciones y demostrarle al mundo entero que somos capaces de cambiar nuestra historia, y tejer, nosotros, sin injerencia del extranjero, tener nuestra propia historia, hermanados todos en un solo corazón”.
Frase 5:
“No todos marchan de manera pacífica, están saliendo de manera… a generar violencia, caos y terror, pero nosotros como ciudadanos, que hemos salido de los 20 años de terror que ha generado Sendero Luminoso, no queremos retroceder a esa historia negra del país.”
La lógica del discurso es simple: debido a su contenido político, las protestas implican el riesgo de un nuevo episodio violento de caos y terror en la sociedad peruana. Ante ello, Boluarte busca situarse a sí misma, y a su régimen, como garantía del fortalecimiento de la democracia, aún con su fragilidad e imperfecciones actuales. Pero se trata de una democracia esencialmente no política. Es decir, de un imposible que sólo puede tener lugar en la retórica completamente irreal, desubicada, de una gobernante que a través de la oficialización del terruqueo, más bien busca escapar de la realidad que existe más allá de su puesta en escena. Lo cierto es que miles de personas movilizadas durante semanas en distintos lugares del país, pero especialmente en las regiones del sur andino, no son terroristas, sino ciudadanos asumiendo los reclamos y derechos políticos que justamente conforman el núcleo vital de la ciudadanía y la democracia. Pero una presidenta ensimismada en la casualidad del poder, encumbrada en su meta-realidad, parapetada tras el velo discursivo del supuesto retorno de la violencia terrorista, acaba convirtiendo a los ciudadanos movilizados en una amenaza. Representan la encarnación de la política que debería ser dejada de lado o, quizás, simplemente debe ser eliminada.
Nuevamente, la receta ofrecida por Boluarte resulta demasiado simple e irreal: debemos dejar a un lado la política y, asegurando de ese modo la continuidad del gobierno, pasar a concentrarnos en la atención de las demandas sociales (es decir, aquellos problemas vinculados a la pobreza, el desarrollo, la provisión de servicios sociales y, en general, la atención a los reclamos regionales que hacen parte de la agenda país). Otra vez: quienes protestan tienen demandas políticas y no sociales, por lo cual el gobierno no puede atenderlas.
El contenido de esta idea-fuerza evidencia, justamente, aquello que el discurso de Boluarte pretende ocultar: que el suyo es un régimen esencialmente autoritario, porque se sostiene en el rechazo a la política mediante el recurso a la violencia de Estado. A estas alturas, su gobierno se halla lejos de la sucesión constitucional legítima ocurrida el 7 de diciembre del 2022. Su acelerada pérdida de legitimidad -reflejada en una reciente encuesta del IEP de enero del presente año, que arroja 76% de desaprobación, muestra que el 74% de ciudadanos exigen su renuncia y que el 73% quieren un adelanto de elecciones el presente año(2)- no proviene del carácter político de las movilizaciones, sino más bien de la forma de respuesta estatal ante dichos reclamos. Una respuesta basada justamente en el rechazo y la represión violenta. Es decir, en la negación del derecho político fundamental de todo orden democrático: el que otorga a los ciudadanos la posibilidad de manifestar públicamente, y en ese sentido políticamente, sus discrepancias y reclamos.
Los fenómenos de movilización social y protesta, exhiben siempre canales organizativos, discursos de cohesión, liderazgos y prácticas o repertorios de acción colectiva de distinto talante. Esto incluye a veces el accionar de grupos violentistas o extremistas, orientados a la búsqueda de protagonismo y direccionamiento de la movilización social. Pero en el caso peruano, resulta obvio que la inmensa mayoría de la gente movilizada durante los últimos dos meses, no solo lo ha hecho pacíficamente, sino que se trata de ciudadanos ejerciendo el derecho político a demandar un gobierno legítimo. Es la respuesta represiva violenta del Estado la que puede terminando favoreciendo a los sectores extremistas. Una violencia estatal no sólo simbólica o retórica, sino que además responde a planes de acción que han terminado incrementado el malestar que buscaban detener. Resulta lamentable que, en vez de proceder a un adecuado manejo político de las protestas, que hubiese permitido aislar a los sectores violentistas y extremistas, el gobierno haya optado por simplemente criminalizar y terruquear a quienes lo cuestionan, adoptando una política de mano dura destinada a frenar en seco toda oposición al régimen.
Esa torpe renuncia a la política, sin embargo, no proviene de ninguna ingenuidad presidencial. Revela más bien un ingrediente de fondo en el drama peruano de estos días: Dina Boluarte es el rostro visible de una restauración autoritaria que, además de brindar al gobierno el soporte que la mayoría de los ciudadanos le niegan, implica un proyecto de reencuadramiento neoliberal en la sociedad peruana. Esto, de un lado, conduce a pensar en la coalición de poder tecnocrático, empresarial y militar que dio impulso al autoritarismo fujimorista y al orden neoliberal extremo impuesto en el Perú desde la década final del siglo XX. De otro lado, conduce a entender por qué el discurso gubernamental de estos días incorpora un rechazo ramplón a la política que, en el fondo, saca a flote más cosas de las que esconde. El ingrediente fundamental de ese rechazo es la represión violenta del Estado, como forma de anular la capacidad de acción, en tanto ciudadanos, de aquellos peruanos y peruanas que protestan en las calles desde el inicio del actual gobierno. Es el autoritarismo crudo, envuelto tras la retórica presidencial de una supuesta democracia no política, limitada a la atención administrativa de los asuntos sociales. A ello se suma la prepotencia cómplice de un Congreso repudiado por el 89% de ciudadanos -según la misma encuesta del IEP-, pero que haciendo uso de triquiñuelas solo busca ganar tiempo y, de ser posible, permanecer hasta el 2026 junto a la propia Boluarte.
Muchos sucesos ocurridos en medio de la oleada de protestas pueden ilustrar este deterioro autoritario de la democracia peruana. Las matanzas de manifestantes ocurridas en las regiones que han sido el principal escenario de movilización (Apurímac, Ayacucho, Puno, Arequipa, Cusco, entre otras), contrastan con lo ocurrido en Lima, donde masivas movilizaciones no han tenido el mismo saldo trágico. En la capital, la menor cantidad de muertes -según el registro de la Defensoría del Pueblo el único fallecido ha sido Víctor Raúl Santisteban, de 55 años, quien perdió la vida en los enfrentamientos del 28 de enero- responde obviamente al uso de distintas estrategias de represión estatal. La menor utilización de armas de fuego ha estado acompañada por un abusivo desplazamiento policial, así como por el uso desmedido de violencia represiva con bombas lacrimógenas y perdigones, junto a otras medidas como las detenciones arbitrarias vejatorias de derechos humanos básicos (como las ocurridas en las instalaciones de la Universidad de San Marcos a fines de enero). Otro aspecto que también resulta indignante, es que tal como ocurrió en muchos episodios de la violencia política de las décadas pasadas, los policías y militares han acompañado su accionar con insultos sumamente vejatorios y violentos, relacionados a aspectos raciales, condición de origen, procedencia social, así como al simple terruqueo convertido en política oficial represiva contra ciudadanos considerados de menor valor o influencia. A los enfrentamientos con muertes ocurridos en la cercanía de aeropuertos (como en Andahuaylas, Ayacucho, Juliaca, Arequipa y Cuzco), se sumaron en días pasados los que se relacionan al desbloqueo de vías mediante el desplazamiento militar y policial propiciado por las declaratorias de emergencia. En diversos lugares de Puno, en medio de lo que a estas alturas puede ser visto como una insurrección regional quechua y aymara en contra de un Estado considerado ilegítimo, el choque cuerpo a cuerpo entre militares y policías frente a pobladores -en su mayoría campesinos indígenas de las comunidades movilizadas- ha estado a punto de acabar en auténticas tragedias.
En este contexto, lo ocurrido el 9 de febrero en Cotaruse, Apurímac, donde diversas comunidades realizaban un bloqueo mediante la práctica de rotación utilizada tradicionalmente en los Andes, es algo sobremanera preocupante. Según los relatos de los pobladores, lo ocurrido allí, con el saldo de la muerte del joven Denilson Huaraca de apenas 22 años, y varios heridos por el impacto de balas, todos ellos campesinos que se trasladaban en dos pequeños camiones de retorno a sus comunidades, no fue el resultado de un enfrentamiento. Los miembros de las fuerzas del orden, protegidos con el uso de pasamontañas, habrían disparado a mansalva contra los camiones en que viajaban los campesinos, procediendo posteriormente a detenerlos con insultos vejatorios y golpes. Se trataría entonces de un acto violatorio de los derechos humanos que hace recordar sucesos como el caso Molinos, ocurrido en Jauja en 1989, donde se registraron ejecuciones extrajudiciales. No podemos permitir, como justamente señaló en su conferencia de prensa la presidenta Boluarte, que en el Perú se repitan hechos que traen a la memoria la violencia política de las décadas pasadas. Pero justamente ocurre que el Estado, ahora bajo su conducción, acaba siendo responsable de la manipulación grosera de la memoria, mediante el uso del terruqueo, así como el abuso de la fuerza que incluye la muerte de personas por armas de fuego estatales. Llevando al límite su retórica, en vez de acelerar el esclarecimiento de los hechos que han vuelto a enlutar al país en medio de la grave situación actual, en una de sus alocuciones anteriores Boluarte llegó a sugerir que los propios protestantes habrían hecho uso de balas dum dum ingresadas ilegalmente desde Bolivia. Posteriormente dicha aseveración resultó descartada, quedando como muestra del simple cinismo discursivo que acompaña muchas veces al ejercicio del poder, sobre todo cuando éste se siente desestabilizado y amenazado.
Al buscar negarle a los manifestantes su condición de sujetos políticos, lo que hace Boluarte es entronizar hasta el punto del ridículo, desgraciadamente trágico (si consideramos el saldo de 60 muertos en enfrentamientos y otros hechos colaterales, así como más de un millar de heridos dejados hasta el momento por la ola de protestas), su alianza con los impulsores de un proyecto de restauración autoritaria que, más allá de su circunstancial acceso al poder, también la consideran detestable. Pero lo que no esperaban la ilusa presidenta ni sus aliados de este momento, es la impresionante capacidad de resistencia popular desplegada en diversos movimientos sociales y múltiples repertorios de protesta, especialmente en las regiones del Sur Andino, que son además las de mayor presencia campesino-indígena del país. No es una novedad el fortalecimiento de percepciones de exclusión basadas en referentes territoriales de índole regional. En diversas situaciones de crisis, y más aún en condiciones de aguda desarticulación política como la que prevalece en el Perú, categorías de identificación geográfico-territoriales e identitarias, saltan al primer plano de la conciencia colectiva. Contrariamente a lo que supone Boluarte, ello muestra una sociedad en plena politización; es decir, en movimiento, después de décadas de sopor y deterioro -tanto de los tejidos organizativos como de la política en general- ligados a tres décadas continuas de hegemonía neoliberal. Una novedad fundamental que este panorama incluye ahora, es la aparición de un orgullo del origen que no solo reivindica la procedencia territorial, sino también la identidad sociocultural vinculada a ella.
Tras el escenario del drama político que muestra el Perú actual, se puede reconocer un proceso de cambio social de largo plazo, que además resulta irreversible. La sociedad peruana se ha ido democratizando socialmente de forma acelerada. Incluso en el lapso de las tres décadas del período neoliberal, se han acentuado las formas de movilidad social vinculadas al dinamismo económico, y a cambios como la reducción de la pobreza tradicional, el incremento del acceso educativo y otros. Sin embargo, persisten también agudas desigualdades. Una situación de desajuste o desfase -en cierta medida estructural, en el sentido de que muestra la imposibilidad de un pleno reconocimiento ciudadano- entre el protagonismo de los sectores populares, de origen “cholo” y provinciano, y la persistencia de prácticas y códigos discriminatorios, se manifiesta con creciente intensidad en el plano electoral (como fue evidente en las últimas elecciones del 2021). Esto incluye lógicas políticas vinculadas cada vez más a referentes territoriales y de procedencia sociocultural (Lima/provincias, ciudad/campo, cholos-mestizos/blancos-criollos, pobres/ricos, etc.). Pero a pesar de los distanciamientos antiguos y recientes, los peruanas y peruanas también hemos avanzado enormemente en asumir la política democrática como el espacio para procesar las diferencias, y seguir consolidando nuestra pertenencia común al país.
Quizás por ello, de cara a la situación crítica y trágica de estos días, así como al imprevisible desenlace del entrampe al que nos ha llevado el gobierno cada vez más insostenible de Boluarte, puede ser útil recordar el famoso dicho con el cual Clinton derrotó a Bush en las elecciones norteamericanas de 1992: “es la economía, estúpido”. Parafraseando dicha frase, respecto al Perú de hoy podríamos decir: “es la política, estúpida”. Es decir, se trata de que podamos volver a asumir políticamente la política. Justamente aquello que el gobierno actual se empeña en negar y evadir, generando el terrible resultado que estamos viendo ahora: el asesinato de ciudadanos por un Estado que debía protegerlos, el riesgo de mayor autoritarismo y violencia, así como el callejón sin salida de un distanciamiento irreparable entre peruanos y peruanas.
En sus reflexiones sobre el abismo entre la verdad -los hechos factuales de la vida-, y el poder establecido como tiranía -por fuera de la vinculación con los demás, ensimismado en su propia contemplación autoritaria-, Hannah Arendt nos recuerda que es posible un tipo de verdad política basada en la gratificación de estar y ser con los otros.(3) No se trata de algo religioso, sino más bien de aquella razón pública que expresa la vida política misma: aquella en que se fundan la modernidad y la democracia entre iguales. La fuerza propia de la verdad política siempre estará en choque frontal con el poder establecido. Más aún si su ejercicio es autoritario. La violencia del poder puede llegar incluso a destruir esa verdad de la vida política misma, pero jamás conseguirá reemplazarla.
(1) La misma puede verse en diversos sitios de internet. Fue realizada el 10 de febrero en Palacio de Gobierno, un día después de la jornada de protesta respondida por el régimen con la concentración pública de más de 10,000 efectivos policiales en Lima, y con fuertes enfrentamientos ocurridos en Juliaca y Apurímac que dejaron el saldo de un muerto, varios heridos y decenas de detenidos.
Fuente: Noticias SER:PE