El gobierno de Dina Boluarte viene siendo definido en términos de “transición autoritaria” o “giro autoritario”. El argumento es que, si bien accedió al poder a través de una sucesión constitucional formal, viene ejerciendo una política sistemática de represión, afectando los derechos humanos de manifestantes y opositores. Si bien hay cierto consenso en el carácter autoritario del régimen, la mirada del origen y la naturaleza de este autoritarismo tiende a ser cortoplacista, limitada a las acciones concretas de represión en las protestas sociales. Pero esta mirada no puede explicar el nivel de violencia que vienen ejerciendo las fuerzas del orden, especialmente sobre población históricamente racializada y excluida. Lo que estamos observando es el escalamiento de un ejercicio de la violencia pública que ya se venía desarrollando en el país en las últimas décadas y que hemos sido incapaces de reconocer y mucho menos de solucionar.
Autoritarismo cotidiano
El Perú se caracteriza por tener un número alto y persistente de conflictos sociales. La Defensoría del Pueblo identifica un promedio de 190 conflictos sociales cada mes desde al menos los últimos 15 años. El 70% de estos conflictos son de carácter socio-ambiental. Además, para que las industrias extractivas puedan operar, los distintos gobiernos han recurrido a decretos de emergencia sobre orden interno, suspendiendo derechos y garantías básicas en las zonas de conflicto. Durante el periodo 2000-2018 se han emitido 272 decretos de esta naturaleza[1]. Estos decretos se han emitido a la par de lo que se conoce como la “criminalización de la protesta”. Los líderes de movimientos sociales son hostigados y acusados de diversos delitos, desde extorsión y secuestro hasta terrorismo. Por ejemplo, el conflicto conocido como el Baguazo que concluyó en la trágica muerte de 34 personas entre policías y manifestantes en junio del 2009, derivó en un proceso penal contra 53 indígenas, en el que la fiscalía pedía cadena perpetua contra ellos. Después de más de 7 años de proceso, todos fueron absueltos por la Corte Suprema.[2]
En las zonas de conflicto las manifestaciones han dado lugar al ejercicio desproporcionado de la fuerza pública, generando un número alto de muertos y heridos. Algunos registros indican que entre los años 2000 y 2019 han muerto 299 personas por conflictos sociales[3]. Se señala que el marco legal ha facilitado este ejercicio desproporcionado al limitar la responsabilidad de los agentes públicos, al habilitar a las fuerzas armadas a ayudar en el orden interno y permitir a las empresas la firma de convenios con la policía para que actúen como agentes de seguridad privados[4].
Esto muestra que un punto saliente de la democracia peruana es la movilización social. Movilización fragmentada y criminalizada, pero activa. Es decir, la política a los márgenes del estado. Este descontento no ha podido ser canalizado por las vías institucionales porque el sistema es excluyente. Aunque el 25% de la población se considera de orígenes indígenas (INEI 2017), no existe en el Congreso escaños específicos para los pueblos indígenas y estos, más bien, están sub-representados. Cuando alcaldes provinciales o gobernadores regionales canalizan demandas de reconocimiento de derechos indígenas o limitan o cuestionan la política extractiva en sus territorios, sus ordenanzas son judicializadas por el gobierno nacional y terminan siendo excluidas porque “van más allá de las competencias sub-nacionales”. Este es el caso, por ejemplo, de las ordenanzas de los gobiernos regionales de Cajamarca y Loreto que buscaban reconocer legalmente la existencia de naciones indígenas[5] y proteger las cabeceras de cuenca frente a la expansión minera[6].
En suma, la democracia peruana ha convivido con un modelo de desarrollo extractivista que se ha impuesto a través de un autoritarismo de baja intensidad: localizado, minimizado pero letal y con serias consecuencias en términos de convivencia democrática.
Racismo cotidiano
Los datos sobre los lugares donde el extractivismo se desarrolla con mayor fuerza, las personas criminalizadas y los muertos en las protestas, nos muestran que hay una correlación entre extracción agresiva y sectores racializados. Cuando la racialización está arraigada en el espacio (“when place becomes race” en palabras de Sherene Razack[7]) tenemos lo que la ecología política llama “zonas de sacrificio”, espacios cuyos habitantes pueden ser sujetos a desplazamiento, degradación ambiental, corrosión social en aras del desarrollo económico general. De acuerdo con el Ministerio de Cultura, el 54% de la población indígena amazónica no tiene acceso a agua y saneamiento mientras que en el caso de la población de habla hispana este porcentaje se reduce al 11%. Un estudio identificó que entre los años 2000 y 2019 se registraron 474 derrames en los lotes petroleros de la Amazonía y el Oleoducto Norperuano, afectando en la mayoría de casos territorios indígenas[8]. Los estados de emergencia por orden interno han estado situados, en su gran mayoría, en zonas rurales. En el caso del Cusco, se declararon 17 estados de emergencia en distintas áreas rurales entre los años 2000 y 2018, con una duración total de 7860 días de suspensión de derechos y garantías[9].
Las acciones y omisiones gubernamentales con impactos en estos territorios van acompañadas de imaginarios racistas afincados en el espacio. Los campesinos quechuablantes, aymaras o nativos amazónicos son imaginados como sujetos empobrecidos, carentes de liderazgo político o poder de decisión cuya única agenda reconocible y aceptable es la redistribución económica para salir de la pobreza. En este imaginario, la responsabilidad de los conflictos es de los gobiernos regionales y locales, proyectados como incapaces por no ejecutar su presupuesto de forma eficaz, y así atender las demandas sociales de los pobres. De esta forma, se justifica la ausencia del gobierno nacional y la planificación del desarrollo porque, al limitarse solo a distribuir los ingresos, la tecnocracia está a la espera de que los “gobiernos locales compitan” para que demuestren quién es el más eficiente en gastar el dinero público. Esto además genera un estigma tanto a nivel de gobierno (el gobierno nacional técnico y capaz versus los gobiernos sub-nacionales incapaces), como sobre grandes sectores sociales que no tendrían mayores demandas que el asistencialismo estatal.
En realidad, las demandas ciudadanas no solo son demandas por redistribución. Las carencias sociales y de servicios públicos explican el descontento, pero no el desencadenante de muchas protestas. La demanda central es en gran medida política, anti-centralista y antirracista. Buscan tener voz en la deliberación pública, ser reconocidos como iguales, ser interlocutores válidos. No son necesariamente agendas anti extractivistas, son agendas que buscan tener un espacio de decisión en la gobernanza del modelo de desarrollo, tanto a nivel local, regional, como nacional.
Pero los estigmas sociales proyectan falsamente a las comunidades protestantes como carentes de agencia política (manipuladas, ignorantes) o poseedoras de una agencia política inaceptable (terroristas). Entonces, vivir cerca de un mega proyecto extractivo, ser campesino o indígena, automáticamente implica tener una ciudadanía recortada: ser pobre que debe contentarse con la promesa de un gobierno más eficaz en proveer servicios públicos, o un pobre rebelde que debe ser sometido por ser un peligro terrorista.
Castillo fue acusado sin fundamento de fraude electoral y grupos de derecha intentaron invalidar la votación rural
Autoritarismo sin atenuantes
Con el gobierno de transición de Valentín Paniagua y los siguientes gobiernos post-Fujimori se suponía que debía consolidarse el sistema democrático y la sociedad post-conflicto, que supere los legados del conflicto armado interno. Para ello, desde el gobierno de Paniagua se puso en la agenda la reivindicación de la democracia y los derechos humanos, así como el reemplazo de la Constitución de 1993. Pero esta agenda no se concretó. Sectores económicos que veían a la constitución como un candado para el libre mercado se opusieron férreamente al cambio constitucional. Además, la democracia fue deslegitimándose debido a que los gobiernos siguientes se involucraron con la mega-corrupción en grandes proyectos de infraestructura. Como resultado, todos los presidentes post-Fujimori elegidos democráticamente sufrieron prisión preventiva, medidas restrictivas de la libertad o persecución judicial. Al mismo tiempo, el informe de la Comisión de la Verdad, Justicia y Reconciliación ha sido permanentemente repudiado por grupos de derecha que reivindican la actuación de las fuerzas públicas durante el conflicto armado y promueven la “mano dura” para enfrentar la conflictividad social.
Cuando Pedro Castillo, un rondero, campesino, profesor rural cajamarquino, fue elegido Presidente de la República en el año 2021, los sectores más excluidos del país se vieron por primera vez representados en el más alto cargo público. El país venía de un turbulento periodo de gobierno marcado por los escándalos de corrupción del establishment político debido a sus vínculos con Odebrecht, las constantes tensiones entre el Congreso y el Ejecutivo, el quiebre constitucional y una nueva transición democrática. Una nueva elección suponía que abriría el camino para salir de la inestabilidad política.
Castillo llegó al gobierno con una coalición precaria, en la que terminaron imponiéndose intereses partidarios y patrimonialistas alejados de agendas progresistas de derechos sociales, culturales y ambientales. Pero la promesa de representación de los sectores sociales excluidos era suficiente tanto para que esos sectores lo defiendan como para que las élites excluidas del gobierno que veían peligrar “el modelo” lo aborrezcan. Aunque Castillo mantuvo los grandes pilares de la economía, incluyendo a la tecnocracia en el Ministerio de Economía y el Banco Central de Reserva, y no impulsó ninguna reforma de redistribución económica o de regulación ambiental y social relevante, la sola posibilidad de representar intereses que podrían cuestionar “el modelo” era un riesgo que el sistema no podía tolerar.
Los intentos de removerlo del poder comenzaron desde el inicio de su mandato. Castillo fue acusado sin fundamento de fraude electoral y grupos de derecha intentaron invalidar la votación rural. Cuando esta empresa fracasó, siguieron interpelaciones constantes a sus ministros en el Congreso, procesos de vacancia presidencial y una acusación de traición a la patria por haber sugerido darle salida al mar a Bolivia. Castillo contribuyó a justificar estos embates al hacer alianzas con personajes cuestionables y nombrar personas corruptas en cargos públicos con el único fin de pagar favores políticos y asegurar votos en el Congreso. Pero todas las críticas a sus componendas oscuras debieron hacerse en los cauces democráticos establecidos, no forzando figuras jurídicas para removerlo del poder. Al final, frente a un nuevo proceso de vacancia, Castillo intentó un absurdo golpe de estado (pues carecía de todo poder real para realizarlo) y le dio al Congreso la causal que buscaban para vacarlo, esta vez de forma legal. Pero desde el inicio de su corto mandato (julio 2021 – diciembre 2022) sus contrincantes políticos jugaron al límite de la democracia. La población rural estaba convencida que a su representante no lo habían tratado de forma democrática.
Esos grandes sectores sociales son los que vienen protestando de forma sostenida contra el gobierno de Dina Boluarte, quien asumió el poder en alianza con los grupos de derecha y extrema derecha que perdieron las últimas elecciones. Con este régimen, el autoritarismo de baja intensidad se ha convertido en autoritarismo sin adjetivos. La violencia localizada, marginal, soterrada, se ha generalizado con decretos de emergencia a nivel nacional, cientos de detenciones irregulares, heridos y decenas de muertos en protestas. A dos meses de iniciado el gobierno, se registraron más de 60 muertos en protestas y 1200 heridos[10]. Se denuncian detenciones ilegales masivas y se viene desarrollando una estrategia de criminalización por terrorismo (conocido como “terruqueo”) a todos los que critican al régimen y se solidarizan con las protestas.
El racismo también se ha redimensionado. Si bien toda crítica al gobierno cae en la sospecha de “promover el terrorismo”, los más afectados son los sectores racializados. La mayor brutalidad policial-militar se ha dado en las provincias. Según Amnistía Internacional, los departamentos con población mayoritariamente indígena concentran el 80% de las muertes totales registradas desde el inicio de la actual crisis. Y cuando los protestantes llegaron a Lima, los estigmas los convirtieron automáticamente en enemigos públicos. Las colectas para apoyar a estos protestantes son denunciadas penalmente como “financiamiento al terrorismo”. Dirigentes en Ayacucho, Puno, Cusco son detenidos sin más razón que participar en actividades académicas sobre violencia de estado o ser dirigentes gremiales. Mientras toda disidencia puede ser potencialmente criminalizada y reprimida, los muertos, heridos y detenidos los cuentan en gran medida los sectores rurales y racializados.
Cuando las agencias políticas disidentes lograron trasladarse al ámbito nacional, aunque sea de forma incompleta, insustancial y precaria como sucedió con Castillo, la democracia formal y sus prácticas de exclusión entraron en contradicción. La reacción furibunda de las élites políticas y económicas para removerlo del poder y su éxito final desencadena hoy una suerte de gesta popular por ejercer en términos materiales el derecho a tener derechos políticos y a expandir la actual imaginación política hacia espacios inimaginables o aborrecibles para el establishment, como el impulso de un proceso constituyente popular. En este escenario, el autoritarismo y el racismo escalan pues ya no se trata solo de reprimir algunos focos localizados considerados anti-desarrollo. No es un “giro autoritario”, no es una “transición al autoritarismo”. Es el escalamiento de un autoritarismo territorializado que pasa de ser soterrado, marginalizado y localizado a ser abierto, generalizado e institucionalizado. Es un autoritarismo pleno, sin atenuantes.
Fuente: IDL Revista