También apunta bien cuando sostiene que una reforma política no es suficiente para provocar una primavera democrática, pues, a fin de cuentas, cuando predomina el oportunismo y la ausencia de vocación de servicio, cuando de lo que se trata es de traficar con los recursos públicos, cuando los mecanismos de control están igualmente descontrolados o comprados por el mercantilista de turno, no hay regla que se cumpla ni norma maravillosa que ordene este caos a punto de descarrilarse. La ley reformada se imprime en el papel, mientras que la institucionalidad se realiza en las determinantes rutinas organizacionales.
Finalmente, Gonzalo da en el blanco cuando nos recuerda que la democracia, el sistema político democrático, tiene que ser útil para la ciudadanía, tiene que resolver con justicia sus problemas domésticos y comunitarios. Y debe ser capaz, debo agregar, de construir una realidad mínima de pertenencia e integración colectiva. Ciertamente, desde hace mucho la gente viene evidenciando, de muchas maneras, que eso no se cumple. Y de que está harta y desapegada, como bien señala Hernán Chaparro.
Sin embargo, hay otro tablero al que no estamos apuntando.
El debate sobre las reformas se apoya en una fantasía, aunque no lo parezca, pues los politólogos y los constitucionalistas nos ofrecen varias propuestas interesantes. Bueno, son más que interesantes, pues están fundamentadas en el estudio comparado y en la reflexión sobre nuestra fallida experiencia política de las últimas décadas. Empero, dan por supuesto dos cosas: primero, que existen liderazgos políticos capaces de sacarlas adelante y ponerlas en práctica de manera comprometida; y segundo, que existe una ciudadanía más o menos interesada en esto, dispuesta a presionar, o siquiera respaldar, un proceso reformista urgente y necesario. Lamentablemente, ninguna de las dos condiciones se cumple.
¿Existen liderazgos auspiciosos en las regiones que impulsen el cambio en sus territorios y, luego, hacia la capital? No, no existen. ¿Existen liderazgos sensatos que comprendan que el maximalismo es inviable en un país donde predomina la desconfianza entre gobernados y gobernantes, entre representantes y electores, esto es, entre estado y sociedad? No, no existen. Por último, ¿existen liderazgos capaces de entender que el contrato social también se juega de forma primaria en cada decisión gubernamental y en cada servicio público? No, no existen.
No existen esos liderazgos pujantes en nuestras élites -políticas, económicas, académicas, profesionales y culturales-, ni existe en la gente ninguna de estas consideraciones prácticas para salir del naufragio actual.
El principal peligro que enfrentamos en la actualidad es la desconexión de la gente con los asuntos públicos políticos. Es más, con sus propios e inmediatos asuntos públicos políticos. Y esta indiferencia castigadora deja sin piso no solo al sistema democrático vaciado (como dice Alberto Vergara, aunque yo diría viciado), sino, y sobre todo, deja sin piso a toda propuesta de reforma que se elabora sin el respaldo de quienes tienen el poder de los votos o el poder de las calles y plazas, presenciales y virtuales.
¿Por qué es el principal peligro? Porque de esta desconexión puede salir cualquier porquería, tal como ha venido sucediendo periódicamente. O peor aún, carentes de salidas, nos acostumbremos a chapotear unos años más en este pantano donde hemos venido a parar.
Fuente: La Mula