Muchas veces las percepciones sobre la historia de la República del Perú lo asumen como semejante desde su mismo nacimiento hasta hoy. Pocos perciben que hubo un cambio radical de modelo entre el vicereino y la república y que ésta tuvo que ser construida sobre una complejidad no asumida, pero si percibida. Recordemos que el imperio español, en los límites de sociedad tradicional y en tránsito a una sociedad moderna, sirvió de capa cohesionadora sobre una diferencia étnica y cultural, no enorme sino gigantesca.
Y justamente, de allí, su éxito: bajo una normativa común, que reconocía la presencia de dos grupos culturales definidos, la República de españoles y la República de indios, desarrolló todo un conjunto de normativas lo suficientemente laxa como para incluir a todos y lo suficientemente tensa como para evitar la disgregación. La teoría, sin embargo, no siempre cuaja en la realidad y la jugada de la corona fue espectacular, controló las fuerzas centrifugas étnicas, naturales en un territorio tan amplio, sirviéndose de la iglesia católica. La Segunda Cristiandad, como suele denominarse a la América católica, fue mucho más exitosa que el mismo imperio español.
Pero establecida la república, hubo de construir el estado que la acompaña y tuvo que darse todo un proceso de nacionalización del Perú. Es decir, convencer a la gente que ahora formaba parte de la República del Perú y no del Imperio Español; cosa que no fue tan sencilla porque las fuerzas centrífugas regionales se enfrentaban a la voluntad centrípeta nacional, representada por Lima que, desde la región, no tenía realmente legitimidad.
Pero el peso del sistema industrial en construcción, le dio fuerza a la costa y particularmente a la capital de la república, donde el exitoso modelo estatal, centralista y centralizador establecido por Ramón Castilla, no ha hecho más que consolidarse y reinventarse de acuerdo a cada época. Como contraparte, la respuesta regional fue mantenerse separada, aislarse y mantener el statu quo local hasta el siglo XX. No es sólo que Lima segregó y negó la participación, que ciertamente lo hizo, sino también que las regiones poco o ningún interés tenían en vincularse a la capital (ante la desesperación de los empresarios limeños que no tenían a quien vender productos).
El éxito del 1900 fue la definición de un estado-nación que, en el fondo, se constituyó como una suerte de capa burocrática cohesionadora, fallida para muchos estudiosos nacionales porque no presentaba solidez, pero que era lo adecuadamente laxo desde la percepción regional. Leguía, presidente en el momento en que se potencia afuera el estado sacrosanto y supremo, controla las fuerzas centrifugas regionales, dirigidas por los señores -algunos sus primos- y las convierte en fuerzas centrípetas; un tema digno de estudiarse.
Las migraciones, lentas pero seguras, del campo a la ciudad, hacen presente a la región en la nación. Mientras que el progresivo desarrollo industrial, plenamente capitalista, saca del juego al Perú hacia mediados del siglo XX; sólo puede incorporarlo con la utilización y explotación de los recursos regionales: el Perú se convierte realmente en un país minero porque se convierte en una fuente de producción polimetálica ante el cierre o disminución del mercado para los productos tradicionales (caña, algodón, etc). Las regiones toman el rol creciente de productoras de materias primas mientras su gente, desarraigada llega a Lima, la capital que los desprecia: metales y otras producciones, sí; gente, no.
Las regiones buscan sus identidades desde la creación del metarelato histórico nacional que no las incluye. Con todo, el estado elefantiásico del Gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas mantuvo una presencia regional, particularmente en la selva. Los años de 1980 y de 1990 son el rompimiento o la profundización de la situación: llegan cada vez más migrantes a Lima, proveniente de todos los sectores sociales y se incorporan como limeños. Y todos mantienen sus vínculos hacia la región porque, además, son los que saben cómo explotarla y tienen los vínculos humanos para con ella.
La década de 1990 suponen un fuerte giro de timón porque, ante la crisis general del sistema y la repotenciación de Estados Unidos como la única superpotencia, se impulsa el famoso Consenso de Washington y todo un conjunto de medidas de primera y luego de segunda generación que apuntan a la minimización del estado. Esa burocracia que Castilla sembrara como centralistamente cohesionadora y Leguía como concretamente nacional se comienza a diluir, a paso lento pero seguro.
A lo largo de 30 años, las regiones resienten cada vez más el progresivo debilitamiento de la presencia del estado y repotencian sus propias formas de organización: en la sierra norte, la gente está más acostumbrada a los ronderos que a la policía y durante la pandemia (2020), en San Jerónimo (Cusco), la población local hizo más caso de los Ukukus que de las fuerzas del “orden”. Además, fue casi imposible lograr que se cumpliera la normativa estatal de encerrarse en casa en provincias como Piura, que habían lidiado con anterioridad con el dengue hemorrágico sin la presencia real del estado.
Por tanto y como siempre, los cambios tienen efectos no pensados si parafraseamos a Schumpeter. Minimizar el estado, tema conveniente para muchos empresarios costeños y vinculados al mundo crecientemente global, tuvo un efecto diferente hacia adentro del Perú. Sin ese manto burocrático cohesionador y con los elementos tradicionales de cohesión cuestionados -como la iglesia católica-, otras posibilidades de comunicación -las TIC- y por supuesto, otros mercados, catapultaron las posibilidades glocales de la región.
Esa relación directa región- mundo global que cuajó hacia 2010 y que, en realidad, pasó por reconstruir vínculos coloniales de comercialización que nunca habían sido del todo olvidados y que trascendían los límites nacionales, tanto en el norte como en el sur del país. Además de los contactos directos con las corporaciones interesadas, por ejemplo, en la selva, dispuestas a negociar con la población local. Las regiones no requerían de la nación para solventarse.
La batalla es sutil y hacia el 2015- 2016 hay un reposicionamiento del orden establecido; la contemporaneidad evita la certeza del análisis. Los limeños retoman el poder; una limeñidad plena de migrantes, que tienen una percepción distinta de la región que quienes se quedaron en ellas: la utilizan pero no la consideran. La combinación es totalmente explosiva. Con el estado minimizado y prácticamente ausente en la región, se tiene que enfrentar demasiados retos que la tienen como eje: el gran número de conflictos ambientales que reflejan los problemas de competencia región-nación; contingentes humanos regionales que constantemente llegan, ya no solo a Lima, sino a la costa -proceso vinculado a la costeñización del Perú; el mundo posindustrial crecientemente global vinculado por nuevas tecnologías y nuevas representaciones mentales de sobre todo, su gente joven y la reinvención de identidades, como señalaba Huber y como demuestra Renata Flores, por ejemplo.
Es un cambio de sistema, no sólo una crisis específica o particular. Pero interesantemente hay una vocación de los que están en el Perú por mantenerse en él. Porque también hay efectos no pensados en los análisis y justamente, podemos estar viendo el nacimiento de un nuevo mundo peruano.