En el Perú, como en muchos otros países de la región, el uso indebido de recursos del Estado con fines partidarios es una práctica lamentablemente común. Funcionarios que aprovechan sus cargos para posicionarse políticamente, que hacen campaña desde oficinas públicas, que utilizan bienes y personal del Estado como si fueran propios. Esta conducta no solo vulnera principios éticos básicos, sino que transgrede un deber legal y moral que debería ser incuestionable: el de separar claramente la función pública del interés político personal.
El Estado no es un botín, ni un trampolín de campaña. Es una estructura institucional al servicio de todos los ciudadanos. Por eso, el uso de recursos públicos para propaganda o proselitismo no solo representa una infracción a la ley, sino también una traición a la confianza ciudadana y un acto de corrupción política.
Las normas existen. La Ley de Elecciones, la Ley de Ética de la Función Pública, el Reglamento del Jurado Nacional de Elecciones, y otras disposiciones señalan claramente las prohibiciones durante los procesos electorales. Sin embargo, los vacíos, la débil fiscalización y la impunidad permiten que esas normas sean sistemáticamente burladas.
Es urgente reforzar el marco normativo: reglamentar de manera más clara y estricta los límites entre la actividad política partidaria y el ejercicio del cargo público, especialmente en los casos donde la ley exige dedicación exclusiva. Los funcionarios deben tener delimitado, sin lugar a ambigüedades, qué pueden hacer como ciudadanos —en su tiempo personal— y qué no pueden hacer bajo ninguna circunstancia como representantes del Estado.
También es necesario institucionalizar mecanismos de control preventivo, auditorías éticas periódicas, y sanciones inmediatas. No basta con declaraciones de principios; se requiere acción concreta. Y sobre todo, se necesita una cultura de servicio público basada en la integridad y la rendición de cuentas.
Si no se traza una línea clara entre el servicio al país y el uso del poder para fines personales, la política seguirá siendo un espacio desacreditado, alejado del bien común. Y con ello, la democracia misma se debilita.
No se trata de impedir la participación política, sino de garantizar que esta se realice en igualdad de condiciones, sin trampas ni ventajas indebidas. Para eso, el primer paso es recordar que quien ocupa un cargo público lo hace en nombre del pueblo, no de su partido.