Mientras millones de seres humanos padecen hambre, enfermedades curables, falta de agua limpia y acceso a una educación digna, los principales países del mundo compiten, como si se tratara de un torneo absurdo, por ver quién gasta más en armas. Es un espectáculo grotesco que recuerda los peores excesos de la Guerra Fría, pero en un mundo que hoy enfrenta amenazas aún más graves y reales: el cambio climático, las pandemias, la contaminación, el colapso ambiental y la necesidad urgente de buscar alternativas de vida fuera de este planeta.
En 2024, el gasto militar global alcanzó la cifra récord de 2,718 billones de dólares, un aumento del 9,4 % respecto al año anterior, según el Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo (SIPRI). ¿Cómo se explica semejante despilfarro? ¿Es sensato invertir miles de millones en promover la muerte, mientras el cáncer sigue matando a millones sin cura y comunidades enteras se ahogan en la pobreza?
Los cinco países que más gastan —Estados Unidos, China, Rusia, Alemania e India— representan el 60 % del gasto mundial. Entre ellos han destinado 1,635 billones de dólares a reforzar arsenales, modernizar ejércitos y mantener una amenaza latente sobre el resto del planeta. Estados Unidos, solo, invirtió casi un billón de dólares. Rusia, en medio de su conflicto con Ucrania, elevó su gasto en un 38 %, y Ucrania, devastada, destinó el 34 % de su PIB a defensa.
¿A quién beneficia este militarismo desbocado? ¿A los pueblos que mueren bajo las bombas o a las corporaciones armamentistas que se enriquecen sin pudor?
La locura colectiva de la militarización no es solo irracional, es criminal. La humanidad enfrenta una crisis de supervivencia, y los recursos necesarios para resolverla existen, pero están secuestrados por la maquinaria bélica.
Con una fracción de ese presupuesto global podríamos:
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Erradicar el hambre en el mundo.
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Financiar la investigación científica contra enfermedades como el cáncer o el Alzheimer.
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Detener la deforestación y restaurar ecosistemas clave.
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Impulsar la transición energética hacia fuentes limpias.
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Prepararnos frente a desastres naturales cada vez más frecuentes y devastadores.
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Iniciar, seriamente, la colonización pacífica de otros planetas.
Pero no. Elegimos alimentar la guerra, el miedo, la competencia estéril por poder y dominio. Vivimos bajo gobiernos que priorizan tanques y misiles sobre salud y educación. Que invierten en la muerte mientras los niños mueren por desnutrición o enfermedades prevenibles.
¿Tiene sentido tanta inversión en poner en peligro la existencia humana? ¿O es hora de levantar la voz y exigir un cambio radical en las prioridades globales?
Si los líderes mundiales no escuchan, los pueblos deben despertar. Porque la historia ya nos advirtió: cuando el poder se obsesiona con la guerra, los imperios caen… y con ellos, las civilizaciones.