Es hora de mirar a la historia con ojos serenos, lejos de las narrativas interesadas y las versiones incompletas que nos han repetido por años. En el Perú, la figura de Juan Velasco Alvarado ha sido a menudo retratada de forma polarizada: un tirano para unos, un héroe para otros. Pero más allá de la propaganda y la crítica, la verdad histórica se encuentra en un espacio que requiere una evaluación justa, desapasionada y objetiva.
Velasco, líder de la Revolución Peruana que tomó forma en 1968, no fue un militar común. Tampoco fue un político con ansias de poder personal. Velasco, por sobre todas las cosas, fue un hombre que entendió la urgencia de enfrentar las estructuras más arcaicas de la sociedad peruana, esas que mantenían a millones de personas sumidas en la servidumbre y la marginación. Su misión, su lucha, fue darles voz, rostro y dignidad a los que por siglos habían sido invisibles.
La Reforma Agraria, pilar de su gobierno, fue una respuesta a esa deuda histórica. En un país donde la tierra estaba concentrada en manos de unos pocos, donde el campesinado era explotado y reducido a la condición de mano de obra sin derechos, Velasco se atrevió a hacer lo impensable: romper ese orden injusto y devolver la tierra a quienes la trabajaban. No fue una reforma perfecta, pero fue una reforma necesaria. Bajo su mando, la tierra dejó de ser un símbolo de poder oligárquico para convertirse en un recurso de valor social, un bien que debía servir al país y no solo a unos pocos.
Sin embargo, su visión de cambio no se limitaba a la redistribución de la tierra. Velasco comprendió que la verdadera revolución debía incluir también la construcción de un Estado fuerte, capaz de controlar sus recursos naturales, de nacionalizar sectores estratégicos y de asegurar que el Perú no fuese más una nación dependiente. Fue bajo su mandato que el país comenzó a tener control sobre su riqueza, rompiendo la sumisión a los intereses extranjeros que durante tanto tiempo habían dictado las reglas del juego.
Es cierto que el proceso no fue completo. Las fuerzas que se oponían a este cambio estructural no tardaron en movilizarse. Tras su salida del poder, muchas de las reformas que impulsó fueron revertidas, mientras en las ciudades, especialmente en Lima, se promovía una campaña de desprestigio que buscaba reducir su legado a un capítulo de “crisis económica”. Pero esta narrativa omite un detalle crucial: Velasco nunca tuvo el tiempo ni el apoyo necesarios para consolidar su proyecto. Su revolución fue truncada, no fracasada.
Lo que se perdió en Lima y las esferas de poder, se mantiene vivo en el campo, en las regiones donde su Reforma Agraria devolvió la esperanza. Allí, Velasco es recordado como el hombre que dio a los campesinos no solo tierra, sino una identidad nueva, libre de la servidumbre. En los pueblos, su nombre no se ha borrado, porque su legado no es una estatua en una plaza o un retrato en las oficinas del gobierno. Su legado vive en la tierra, en los rostros de aquellos que encontraron su voz gracias a sus reformas.
Es importante reconocer que la historia de Juan Velasco Alvarado no es la de un caudillo militar cualquiera. Es la historia de un líder que se atrevió a desafiar el status quo, de un hombre que, por encima de todo, creyó en un Perú más justo, más equitativo, más soberano. Y aunque su obra fue interrumpida, el cambio que sembró no puede ser desestimado.
Hoy, mirando con perspectiva, debemos ser capaces de reconocer lo que Velasco representa: un proceso de transformación que, aunque incompleto, cambió para siempre el rostro social y político del país. No fue perfecto, pero fue valiente. No logró todo lo que se proponía, pero avanzó donde muchos otros ni siquiera se atrevieron a intentarlo.
Este no es un discurso de glorificación, ni una bandera partidaria. Es el reconocimiento de un capítulo crucial en la historia del Perú que merece ser evaluado con justicia, libre de los prejuicios del establishment. Porque si algo nos enseñó Velasco, es que el verdadero poder de un país no reside en sus élites, sino en su gente.