El intento de inhabilitar al expresidente Francisco Sagasti es más que un acto político: es el síntoma de una democracia enferma. El Congreso de la República, dominado por una coalición autoritaria, sigue usando sus prerrogativas no para resolver los problemas del país, sino para perseguir a quienes representan una alternativa ética, técnica y democrática frente al caos actual.
La decisión de Jorge Montoya de solicitar la reconsideración del voto para volver a intentar la inhabilitación de Sagasti —y de otras figuras como Salvador del Solar o Vicente Zeballos— es una muestra de cómo el Parlamento actúa por consigna y venganza. No se trata de justicia ni de defensa de la legalidad, sino de un uso abusivo del poder para eliminar a posibles rivales políticos.
Francisco Sagasti, un académico con credenciales democráticas y una trayectoria limpia, tomó decisiones difíciles durante un momento extremadamente crítico de nuestra historia reciente. Su reestructuración de la Policía Nacional tras la represión durante el régimen efímero de Manuel Merino fue una medida constitucional, en su calidad de jefe supremo de las Fuerzas Armadas y de la PNP. Que hoy se le acuse de “ilegalidad” por ejercer una atribución que la propia Constitución le otorga revela el nivel de manipulación política con que actúa el Congreso.
Pero más allá de los casos específicos, lo que preocupa es el patrón general: una clase política mediocre, corrupta en su mayoría, mal informada y sin preparación técnica ni estratégica. En vez de enfocar sus energías en enfrentar los problemas centrales del país —pobreza, desigualdad, inseguridad, crisis climática, colapso institucional—, los congresistas se dedican a mover sus fichas con una lógica mezquina: capturar todo el poder posible, mantenerse en él, y perseguir a quienes representan una amenaza a ese control.
Hoy manejan el Ejecutivo desde la sombra, controlan el Legislativo, han sometido al Tribunal Constitucional, a la Defensoría del Pueblo, y van tras la Junta Nacional de Justicia. No es paranoia: los hechos lo demuestran. Ya se han quitado del camino a varios posibles candidatos alternativos —con denuncias, inhabilitaciones exprés, y mecanismos legales forzados—, y lo seguirán haciendo en la medida que sientan amenazada su permanencia en el poder.
Francisco Sagasti no ha anunciado intención de postular a la presidencia, ni parece tener la energía ni la voluntad para ello. Pero su sola existencia, su sola voz razonable y su defensa del Estado de derecho, les resulta intolerable. Porque evidencia, por contraste, la pequeñez moral y la incapacidad de quienes hoy ocupan el poder.
No se trata de defender personas, sino principios. Se trata de comprender que sin instituciones sólidas, sin justicia independiente, sin pluralismo político y sin una prensa libre, el país se encamina a una forma de autoritarismo degradado y clientelista, incapaz de sostenerse a largo plazo.
La ciudadanía debe estar alerta. Porque la democracia no se destruye de un día para otro, pero se va desangrando poco a poco, cuando el poder se usa para callar, castigar y vengarse, y no para servir.