Fotos: Valérie Robin Azevedo
Mientras a inicios de agosto 2023 medios limeños difundían con mofa unos encuentros con extraterrestres en Iquitos –una cobertura iterativa digna de los psicosociales de la era fujimorista–, mejor hubieran retomado el camino del periodismo de investigación para averiguar la situación del medio millar de difuntos de Covid-19 enterrados en un “botadero” o “fosa común”, en palabras de sus familiares quienes siguen esperando desde 2020 su exhumación para darles un entierro digno.
“¿Hasta cuándo se va a vivir esta vida que no parece sino una ópera macabra danzada por fantasmas borrachos? – Pero en qué mierda de país vivimos? – exclama el juez.” Jorge Salazar, La ópera de los fantasmas (1980: 89)
El estallido de la pandemia de Covid-19 en el Perú arrasó con la vida de más de 200,000 ciudadanos entre 2020 y 2021. Una tragedia tal que hizo que el país llegase a ocupar el primer lugar de muertes per cápita en el ámbito mundial. Si la ciudad amazónica de Iquitos alcanzó una tasa de letalidad aún más elevada que la nacional, la “isla bonita” también se volvió tristemente célebre en los medios nacionales e internacionales por el descampado situado detrás del cementerio de San Juan Bautista, en el km 18 de la carretera Iquitos-Nauta. Allí fueron enterradas 450 personas, víctimas de la primera ola.
Estas inhumaciones, mayormente en fosas, algunas con más de 50 cuerpos, se realizaron entre abril y junio de 2020, de noche y sin el consentimiento de los familiares. “Todo en oscuro silencio. Le botaron al cuerpo como perro, ni a un perro, creo, lo botan así como basura” (un familiar). A este sitio de entierro masivo y sin cerco, llamado por las autoridades “cementerio Covid”, se accede por una trocha gredosa de 300 metros que impide el paso de los vehículos cuando llueve y se vuelve de barro pegajoso. Su asfaltado es apenas una de las tantas promesas sin cumplir del gobernador de la época, Elisbán Ochoa, cuando prometió arreglar el lugar. Se ingresa allí por los costados de un portón, inútil pero vistoso, que las autoridades se apresuraron de colocar al estallar el escándalo mediático.
El 21 de agosto de 2023 se cumplen tres años que el Comité “Justicia para Nuestras Familias: Por un Entierro Digno” –que incluye deudos de los difuntos inhumados en el km 18–, interpuso una demanda judicial contra la Diresa (Dirección regional de Salud) y el Gorel (Gobierno regional de Loreto) para exigir la exhumación de los cuerpos que no les querían devolver, pese al compromiso firmado con los deudos por Elisbán Ochoa en junio del 2020. Lo único que pedían y siguen reclamando es el traslado de los restos de sus familiares a un cementerio de su elección. Lo asombroso es que hasta el día de hoy la abrumadora mayoría de los familiares no haya logrado alcanzar este derecho humano elemental amparado por la Constitución Política del Perú: recuperar a su ser querido fallecido y poder darle un entierro decente.
Por cierto, había formas menos infames de gestionar esta oleada de cuerpos, con su trato vejatorio, trasladados como bultos de basura hasta su entierro oculto, apresurado e ignominioso. A lo mejor, podría quizá entenderse como una situación transitoria acaecida por el contexto literalmente extraordinario de la pandemia que hizo colapsar los hospitales y las funerarias, desbordados por la cantidad de cadáveres. Pero lo que sí resulta intolerable y debe cesar es el desprecio tenaz hacia los familiares, la desidia y las trabas para devolverles sus difuntos de parte de las autoridades loretanas –específicamente el Gorel y el poder judicial–, que han dilatado el proceso y, básicamente, impedido dicha devolución hasta la actualidad. A miles de iquiteños se les ha prohibido apaciguar el dolor de su pérdida y la posibilidad de procesar un duelo que sigue inconcluso, en una indiferencia casi general.
Pese a la movilización incansable de los familiares y de su abogado, el doctor Casuso, pese a sus plantones, a sus intervenciones en las redes sociales y en los medios, su pedido ha quedado postergado una y otra vez. Hasta que una aparente luz de esperanza empezó a vislumbrarse en 2022, aunque solo para unos cuantos deudos del colectivo que contaban con recursos económicos o que se recursaron mediante rifas y polladas. En enero del 2022, unos meses antes del cambio de gestión del Gorel, un familiar fue contactado por la abogada “Noemi”, quien repentinamente se ofreció retomar la solicitud de exhumación por la vía administrativa y agilizar los trámites con la Diresa y el Gorel. Por su intervención cobró entre 1.000 y 2.000 soles. Fue la primera exhumación conseguida luego de 18 meses de espera.
Otros deudos del colectivo informados de esa posibilidad emprendieron enseguida un trámite similar. Pero previo a ello, se les indicó que debían respetar algunos requisitos: desistir de la demanda judicial contra el Gorel, renunciar a ocupar el espacio público con sus carteles y altoparlantes, dejar de hablar con la prensa. Incluso les hicieron firmar un documento (sin valor legal) asegurando que no denunciarían al Gorel al momento de recuperar los restos de su familiar… La discreción exigida acabó con su desvinculación progresiva del colectivo de deudos, sobre todo una vez lograda la exhumación de su difunto mientras los demás familiares seguían sin recuperar el suyo. Unos 40 cuerpos fueron desenterrados y entregados, un 10% del total de difuntos.
Sin embargo, otros problemas atañen a estas exhumaciones, las modalidades de su implementación y su alcance limitado. Se efectuaron de forma sospechosamente encubierta. El Gorel cobró entre 1,500 y 3,000 soles –en teoría para gastos de maquinarias, equipos de protección e intervención de “panteoneros” impuestos por el Gorel para la excavación y entrega de los cadáveres–, pero sin otorgar boletas de pago a los deudos. Además, las exhumaciones se realizaron a partir de las 10pm – ¿desde cuándo las entidades estatales atienden en medio de la noche? –, salvo cuando no encontraban el cuerpo idóneo y podían estar allí todo el día siguiente abriendo las zanjas –la mayoría de los cuerpos fueron enterrados en fosas colectivas horizontales, calificadas de “nichos compartidos” por la Diresa– y excavando entre los demás muertos hasta encontrarlo –aunque pero no siempre. Una espantosa experiencia de contacto con cadáveres en descomposición para los deudos, sin ninguna preparación psicológica ni acompañamiento para vivir esta difícil y poderosa confrontación visual y olfativa.
En el registro de la Diresa entregado a los familiares, del total de 450 difuntos, 394 figuran como identificados y 56 como anónimos (NN). Pero de los 394 identificados, muchos no se encuentran en el lugar de ubicación indicado. Incluso una enfermera quien enfrentó la primera ola en el Hospital Regional, transformado en “Hospital Covid”, afirma que dicho registro posiblemente sea, en su casi totalidad, ¡inválido! No tenían ni el tiempo, ni el personal, ni los abastecimientos para identificar cabalmente a los pacientes que fallecían y cuyos cuerpos embolsados se amontonaban en los pasillos. El personal recuerda que en un solo día murieron más de cincuenta y la morgue contiene solo cuatro cámaras frigoríficas. Una vez registrados, escribían en un papel el nombre del paciente y lo pegaban en las bolsas de basura donde los envolvían. Pero en el transporte y con los cuerpos apilados estas precarias huellas de identificación se borraban.
¿Cómo enterrar luego a los difuntos con una identificación nominal y en un lugar certero cuando testigos también afirman haber visto los cuerpos botados de los camiones en las fosas del descampado del km 18 como deshecho? Además, los familiares a menudo recibieron varias ubicaciones sucesivas sobre el paradero de su ser querido en ese “cementerio”. Y al visitar por primera vez ese lugar, en junio 2020, algunos se sorprendieron de haber recibido los mismos códigos de ubicación que otras familias. Al reclamar por este aparente error, les contestaron que sus difuntos se encontraban en la misma tumba: habían hecho unas fosas verticales con tres cadáveres uno encima de otro, y las denominaron, ¡no es broma!, “nichos ecológicos”.
Mas allá de la desorganización generalizada, de lucrar a costa de los muertos y de menospreciar sus deudos, lo que concretamente significa todo lo descrito es que:
- los difuntos -no o mal identificados- acabaron configurando una nueva figura de desaparecidos, pese a contar con actas de defunción, por la casi certeza de una asociación equívoca de los apellidos con un espacio preciso del “cementerio”;
- las exhumaciones realizadas entre 2022 y 2023 abrieron una zona mucho más amplia que la indicada en el registro, abarcando así varios otros cuerpos más que él buscado (“como mínimo más dos a la derecha, más dos a la izquierda” cuenta un familiar).
Esos cuerpos al lado del muerto por excavar fueron movidos, revueltos y posiblemente estropeados por las maquinarias y las palas. Expuestos al aire libre, húmedo y caluroso, resultaron sometidos a un proceso de descomposición acelerada antes de ser nuevamente sepultados. Lo que induce un deterioro de las condiciones para las posteriores identificaciones de los demás muertos por exhumar, mientras habían sido en parte preservados por la tierra de greda fría del suelo que funcionó como una especie de congeladora.
Esta manipulación de los difuntos “de al lado” está prohibida por constituir una violación de sepultura y la ley protege, en teoría, los cuerpos inhumados con el fin de evitar actos profanadores. ¿Cómo pudo la Diresa autorizar estas exhumaciones sabiendo que el registro incluía tantas ubicaciones falsas y que las excavaciones individuales iban a dañar fatalmente las “tumbas” y los cuerpos de los demás difuntos removidos? Jamás hubiera debido autorizar esas exhumaciones sin asegurarse primero de las condiciones científicas mínimas de su implementación y de la protección del conjunto de los cadáveres.
Sabiendo que el registro de ubicación de los cuerpos de la Diresa contiene errores garrafales, se vuelve imprescindible que las exhumaciones de este sitio de entierro se hagan mediante la intervención de una institución especializada en temas forenses y no sean dejadas en manos de “panteoneros” para excavar este espacio donde se sepultó en huecos verticales varios cuerpos apilados el uno sobre el otro y a cientos otros en fosas horizontales con cuerpos alineados en fila. Para cumplir con dicha tarea hubo incluso personal del Instituto de Medicina Legal (IML) de Iquitos que propuso ayudar a los familiares desde el 2020 para identificar a los difuntos y subsanar la situación caótica del “cementerio Covid”. Pero solo una orden judicial permitiría la intervención del equipo de especialistas del Ministerio público. En vano…
En Iquitos, la gestión de los muertos del Covid por las autoridades regionales, durante la pandemia y en el contexto postcovid, se ha vuelto una máquina de producción de desaparecidos en masa. Hablamos de casi medio millar de cuerpos y de miles de deudos.
Es hora de denunciar este necrolucro, ganancia morbosa a costa de los muertos del Covid y de los enlutados.
Es hora de recuperar la memoria de estos invisibles, basureados física y simbólicamente.
Es hora de exigir justicia.
Es hora de que el Poder judicial actúe.
Es hora que el Juez Sergio Antonio del Águila Salinas, del Segundo Juzgado Civil de Maynas, emita por fin una sentencia favorable a los demandantes, que autorice la exhumación a la brevedad posible, que esta sea diligenciada por expertos forenses profesionales, y que exija del Gorel –aunque ya no sea la misma gestión, sigue siendo la misma institución– que asuma todos los gastos relacionados con dichas exhumaciones, incluyendo los familiares no comprendidos en la demanda judicial que a raíz del fallo expresen su deseo de recuperar los restos de sus seres queridos.
Es hora de acelerar el proceso de exhumación global del “cementerio Covid” de Iquitos. Cuanto más pasa el tiempo, más difícil se vuelve la tarea de identificación y también… más profanadora. Pues, ante la sorna y la burla de las autoridades desde hace más de tres años, varias familias han arreglado las tumbas donde yacerían sus seres queridos para hacer de este “botadero de cuerpos” un semblante de cementerio y devolverles la dignidad merecida a sus seres queridos pese a tanto maltrato. Quizá algunos preferirán dejarlos allá habiéndoles alcanzado un poco de sosiego a sus difuntos. Están en su derecho y allí podrán quedarse si así lo desean sus deudos. Pero dejemos de ultrajar a los mismos de siempre, a los más humildes y excluidos de este país. Muchos familiares de los que quedan bajo la tierra pesada del km 18, de extracción popular, de apellidos indígenas, no pueden solventar los gastos de exhumación que ascienden a varios miles de soles. Acabaron aceptando lo inaceptable, sin verdaderas alternativas.
Es hora de que el respeto debido a estos difuntos y a los enlutados no solo sea privilegio de los más pudientes. Muertos que no logran el reposo, familias enteras que no alcanzan el alivio, actos de victimización reiterados. Los deudos ninguneados son tratados como ciudadanos de segunda categoría.
¡Basta con la impunidad de la fechoría del mal llamado “cementerio Covid”! En su famoso texto “Yo acuso”, denunciando la condena injusta del Capitán Dreyfus por un tribunal militar, el escritor francés Emile Zola así se expresaba: “Sólo un sentimiento me mueve, sólo deseo que la luz se haga, y lo imploro en nombre de la humanidad, que ha sufrido tanto y que tiene derecho a ser feliz. Mi ardiente protesta no es más que un grito de mi alma.”
Por los difuntos de Covid enterrados vilmente en el km 18 ¡Indignémonos colectivamente y no dejemos en la soledad a sus familiares afligidos! Sus difuntos son nuestros difuntos.