En la Argentina, para participar del acto realizado para conmemorar el Día de la Democracia, o Día de la Restauración de la Democracia, que marca el fin de la dictadura militar en ese país, junto a Cristina Kirchner, del presidente Alberto Fernández, del ex presidente uruguayo José “Pepe” Mujica, Lula dijo que el Fondo Monetario Internacional (FMI) no debia presionar al país rioplatense, en una clara contradicción, ya que el probable candidato a la reelección en Brasil ha buscado un acuerdo con sectores reaccionarios, reconocidamente neoliberales, aliados a la política de aquel organismo.

Sin duda, la fiesta del 10 de diciembre en Argentina es necesaria porque, si bien hay que resolver muchos temas en el país vecino (como en Brasil), como la pobreza que afecta a millones de personas, es saludable celebrar el derrocamiento de un régimen oscuro que torturó y asesinó a miles de personas, y buscó silenciar a tantas otras. Por eso, como demócrata, es igualmente saludable que el líder de uno de los partidos más grandes de Brasil, como es Lula, participe en un acto de esta magnitud, mostrando que el régimen democrático necesita ser defendido, sin reservas.

Sin embargo, es necesario «separar el trigo de la paja». Participar en ese acto, o “atacar” verbalmente al FMI no convierte a Lula en un antiliberal. Dos veces electo presidente de Brasil, en ambos mandatos, «coqueteó» muy de cerca con los neoliberales, introduciendo medidas económicas que los favorecieron (como subsidios públicos a varios sectores, como la industria automotriz, por ejemplo), bajo el pretexto de que tendría que estar a la altura de las expectativas de la gente y del capital también.

«Privatizaciones lights»

Esto fue evidente incluso antes de que asumiera la presidencia, cuando invitó a uno de los mayores empresarios del país —Jose Alencar— para que fuera su vice,. En aquel entonces, Lula demostró estar más que dispuesto a la conciliación de clases (léase, no tocar los intereses del capital), a diferencia de líderes como Hugo Chávez en Venezuela, o Evo Morales en Bolivia, que “pusieron sus manos sobre el nido de serpiente”, nacionalizando, por ejemplo, la explotación petrolera.

Favorito en las encuestas de opinión para ocupar la plaza de presidente de Brasil en las próximas elecciones (2022), Lula ha aparecido mucho en los medios — hegemónicos o no—, hablando del aumento de la pobreza en el país bajo la administración de Bolsonaro, de la falta de postura del actual presidente y de cuánto ha sido perjudicado Brasil en esta administración. Pero en ningún momento el expresidente ataca de frente, por ejemplo, las reformas de Seguridad Social y Laboral, así como las privatizaciones en curso.

De hecho, en el pasado, cuando muchos apostaban por la parálisis de los procesos privatizadores que puso en práctica Fernando Henrique Cardoso (FHC), Lula ya demostró que no seguiría ese camino. Al contrário, “acarició” a los contratistas (nacionales y extranjeros), generando un proceso privatizador “light”, es decir, ofreciendo al sector privado el control de la infraestructura del país, a través de concesiones de largo plazo (puertos, aeropuertos, carreteras, entre otros).

Con eso, Lula transfirió el mantenimiento de estas infraestructuras al contribuyente trabajador y al mismo tiempo hizo felices a los capitalistas, sobre todo porque el gobierno federal abrió las concesiones y no exigió por lo menos, que las obras y la administración de estos sectores se hicieran subsanando las deficiencias de estos servicios, como las carreteras del país que, a pesar de los costosos peajes que se cobran a quienes los utilizan, carecen de una estructura mejor.

Precaución

Lo peor de todo es que, en la actualidad, Lula ha estado buscando alianzas con los mismos sectores que derrocaron a Dilma Rousseff en 2016, como el PSDB de FHC, uno de los principales responsables de la destitución de la entonces presidenta. El 19 de marzo de ese mismo año, FHC dijo al diario O Estado de São Paulo que Dilma era incapaz y que el camino era el juicio político. Y el entonces gobernador de São Paulo, Geraldo Alkmin, del mismo partido, dijo estar de acuerdo en «número, género y grado» con lo que declaró su compañero de partido y expresidente de Brasil.

Después de todos estos años, e incluso tras haber pasado 580 días en prisión que transcurrieron sin que sus acusadores hubieran presentado prueba de los presuntos delitos que cometió, Lula camina codo a codo con las mismas personas que se celebraron su encarcelamiento. En plena campaña presidencial, en 2018, Geraldo Alkmin afirmó en Porto Alegre, Rio Grande do Sul, que «nadie está por encima de la ley», cuando se le preguntara en rueda de prensa por la detención del expresidente Lula. Según Alkmin, a pesar de estar muy triste, se necesitaba hacer justicia.

En agosto de aquel mismo año, el político dijo a la revista Exame (experta en economía) que la razón de los 27 millones de brasileños sin trabajo e ingresos adecuados “fueron las malas políticas del PT, que destruyeron la confianza en la economía”. Para él, «el ajuste fiscal debe producirse manteniendo el techo de gasto» (lo mismo que defiende el FMI para la Argentina, y que Lula critica).

Hoy —¡quién lo hubiera adivinado!—, Lula y Alkmin están articulando una boleta presidencial para disputar las próximas elecciones. Por eso el discurso del expresidente brasilero en el Día de la Democracia en la Plaza de Mayo no se puede leer sin las debidas precauciones. Lula es demócrata, sí, pero también es neoliberal. De no ser así, no se acercaría a políticos como el exgobernador de São Paulo y mucho menos buscaría su apoyo para regresar al Palacio de Planalto.

Recientemente, en la columna de la periodista Mônica Bergamo, en el diario Folha de São Paulo, el expresidente Michel Temer —aquel que traicionó a Dilma Rousseff y conspiró para expulsarla del gobierno—, dijo que, en una cena con empresarios brasileros, les recordó que ellos nunca se había quejado de Lula cuando era presidente. Esta afirmación de Temer sólo confirma la “reconciliación de clases” defendida y puesta en práctica por Lula y su partido, el PT, que lo convierte en un candidato favorito para suceder a Bolsonaro, sobre todo si tiene como vicepresidente a un neoliberal como Geraldo Alkmin. No lo ve quien no quiere verlo.