LUTO. Paula Aguilar Yucra perdió a su sobrino nieto, José Luis Aguilar Yucra, de apenas 20 años.
Durante la crisis social y política de diciembre del 2022, un grupo de manifestantes de la ciudad de Huamanga intentó tomar el aeropuerto de Ayacucho. El país había sido declarado en estado de emergencia. Las imágenes recogidas por protestantes y ciudadanos muestran que los militares realizaron disparos de armas de fuego al aire y al cuerpo. Uno de los fallecidos fue José Luis Aguilar Yucra, de 20 años, sobrino nieto de Paula Aguilar Yucra, víctima también del periodo de violencia en los 80: los terroristas mataron a su madre y a su hermano mayor se lo llevaron los militares y nunca más lo volvió a ver. José Luis no participaba en las protestas, volvía del trabajo a su casa ubicada cerca al aeropuerto. En total 10 personas fallecieron producto de los enfrentamientos y la represión de ese día.
Paula Aguilar Yucra casi siempre lleva con ella la foto de su madre asesinada en Ayacucho, durante el conflicto armado. La cuida porque es lo único que le ha quedado y nunca le hizo sacar ninguna copia. La pone entre las hojas de un cuadernito azul donde están anotados los números y nombres de abogados, activistas de derechos humanos, asociaciones, direcciones, fechas de reuniones, todo con letras diferentes. Ninguna es suya, porque nunca aprendió a escribir, entonces le pide a otros que tomen los datos por ella. En ese periodo de la historia peruana, también perdió a su hermano: víctima de una desaparición forzada, también en Ayacucho.
Paula Aguilar tiene 63 años y sus pequeñas manos caben exactas en ese cuadernito azul. Estos días de diciembre del 2022, va a pedirle a otras personas, a otros abogados, que escriban nuevos datos. El pasado 15 de diciembre, su sobrino-nieto, José Luis Aguilar Yucra, de apenas 20 años, murió de un impacto de bala en la cabeza durante el estado de emergencia nacional declarado por el gobierno de Dina Boluarte, tras las protestas y paros impulsados en el país que demandan la salida del Congreso y nuevas elecciones generales.
En total 10 personas han fallecido producto de los enfrentamientos y la violenta represión de parte de los militares en Ayacucho. La cifra de estas muertes alcanza a las 22 personas en todo el país desde que comenzaron las protestas en Perú, el pasado 7 de diciembre, cuando el expresidente Pedro Castillo intentó dar un golpe de Estado. Los manifestantes, desde entonces, piden adelanto de elecciones, la salida del Congreso y la renuncia de la presidenta Dina Boluarte. En varios puntos del país se han producido además algunas acciones violentas e incendios contra entidades públicas y privadas. La respuesta del gobierno fue la represión policial primero, y después, la militar, con la declatoria del estado de emergencia.
En la plaza mayor de Huamanga, hay dos palos como parantes que sostienen una tela con letras amarillas que dicen “15 de diciembre. Día de masacre”. Llevan un listón negro de luto encima. Debajo, pegadas en las rejas del jardín, hay cartulinas negras con los nombres y fotos de los fallecidos. Paula reconoce entre esas su apellido completo: Aguilar Yucra. Se acerca, señala y dice kay. “Aquí está”.
VIGILIA. Familiares pidiendo justicia alrededor de ataúdes de cartón que llevaban los nombres de los diez fallecidos el 15 de diciembre.
Foto: OjoPúblico / Miguel Gutiérrez
“El tiempo del peligro” –como Paula nombra en quechua a los años del conflicto armado interno del Perú, entre 1980 y el 2000– y la violencia ejercida sobre las mujeres y la población principalmente campesina y quechuahablante hicieron que José Luis lleve el mismo apellido de su madre, Edith Aguilar Yucra, el mismo que el de su abuela, Hermelinda Aguilar Yucra, y el mismo que sus tías abuelas, Paula y Donatilda Aguilar Yucra. A todas ellas les decía “mamá”.
—Kay warma [José Luis], ha nacido sin padre y sin padre ha quedado, entonces ¿acaso vamos a verle sin padre?, donde sea las personas tenemos que tener apellido y yo le he dado mi apellido, con mi apellido es ese mi nietito, y siempre hemos estado juntos—, dice Paula.
José Luis deja huérfano a un hijo de 2 años. El niño sí ha recibido el apellido de su padre, pero como José Luis, también crecerá sin padre.
Tu vida es aquicito nomás “A mi amada madre, a mi amado hermano, les he hecho perder y no les he podido encontrar. Entre las quebradas y los huecos caminando, entre las quebradas y los huecos ando buscando”.
“Tu vida es aquicito nomás y tu nombre es poco no más ya”
(Fragmentos de Pichiwchalla, canción quechua cantada por Paula)
A tres horas en carro de la ciudad de Huamanga está la comunidad de Usmay, en el distrito de Tambo, provincia La Mar. Paula nació allí y en 1984, cuando tenía 24 años, huyó de la violencia y migró hacia la capital de Ayacucho. Nunca más volvió a su pueblo. Cuenta que se escapó por el monte, jalando a sus hijos de cuatro años y un bebé. Mientras huía, Paula se cayó y el bebe se golpeó en una roca. Llegó a Huamanga solo con el mayor de los niños.
Paula Aguilar dice que su familia es “de tanto tanto sufrimiento”, recuerda que todo lo han perdido tanto a causa de los terroristas como de los militares. Los militares, como en muchos otros casos, se llevaron el ganado que tenían en su comunidad.
En la pampa de Usmay, los senderistas mataron a su madre, Narcisa Yucra Romero de Aguilar, pero ni sus hermanos ni ella pudieron llevarse su cuerpo porque llegaron los militares y tuvieron que escapar. Su padre había fallecido mucho antes de que comenzara ese “tiempo del peligro”; entonces se fueron a la capital del distrito, a Tambo. Allí los militares detuvieron a su único hermano varón cuando estaba volviendo del trabajo, “sin culpa alguna, sin culpa alguna, sin culpa alguna”, repite Paula. La última imagen que tiene de él es haberlo visto atado y colgado de las manos en la comisaría de ese lugar.
PAULA CONTINUÓ HUYENDO. DEJÓ TAMBO Y LLEGÓ A HUAMANGA PARA SEGUIR BUSCANDO A SU HERMANO.
“Desde esa fecha hasta ahora nunca más he visto a mi hermano”. Dice que lloraban y pedían verlo pero no las dejaban pasar de la puerta diciéndoles que eran terroristas. “Todos esos militares, la Marina, no nos han comprendido nada, nada nos escuchaban, peor nos mataban”.
DOBLE LUTO. Paula Aguilar perdió a su madre y hermano mayor durante la violencia terrorista y ahora tuvo que enterrar a su sobrino nieto, que no participaba en las protestas, solo volvía del trabajo.
Foto: OjoPúblico / Alba Rivas Medina
“Con mis hermanas llorando caminábamos por mi hermano. Ni a nuestra madre la hemos encontrado”, cuenta Paula sobre esos días.
Una de esas noches, una mujer la encontró llorando en una banca de la Plaza de Armas y le preguntó por qué. Paula le contó lo de su hermano y la mujer le respondió que había visto a los carros militares llevarse a los presos, como si fueran costales de papa. “Algunos dicen que le han hecho llegar hasta La Hoyada. No sé. ¿Dónde está?. No lo encuentro. No sabemos hasta hoy día. Ñuqan munanim chay hermanuyta tulluchallantapas tariruspay, gustun kayman qawaruspay, pamparuspay. [Yo quisiera encontrar a ese mi hermano, aunque sea sus huesitos. Estaría con gusto encontrándolo y enterrándolo]. Ni a mi madre he enterrado”, dice.
Paula continuó huyendo. Dejó Tambo y llegó a Huamanga para seguir buscando a su hermano y para huir de la violencia en su comunidad. “Hemos venido con la ropa que teníamos encima”. Además de su esposo y su hijo mayor, llegó con otros seis niños. Los había adoptado porque sus padres fueron asesinados.
“Con esos niños llevándolos he caminado, a los seis. Esos niños cuando tenían hambre lloraban, cuando aparecían los militares, de dentro de los espinos nos metíamos, de dentro de los arbustos, todo el día en silencio, estamos viendo en el frente cómo están matando a la gente, los que pueden escapar, escapan”, recuerda. ¡Paj!, es la onomatopeya que Paula utiliza para referirse al sonido de una bala en las historias que cuenta sobre el tiempo del peligro. Cuando buscaba a su hermano se encontró con otras mujeres que también andaban buscando a sus familiares.
Desde 1989 Paula es parte de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (Anfasep). También es presidenta, desde el 2015, de la Asociación de familias desplazados internos por la violencia política de Warma Picchu. Sus dos hermanas también son socias de este colectivo. A pesar de esto, dice que Hermelinda, la abuela de José Luis, no ha recibido ninguna reparación de parte del Estado peruano. Las hermanas Aguilar Yucra forman parte del Registro Único de Víctimas.
AEROPUERTO DE AYACUCHO. Imágenes del día de los enfrentamientos y represión muestraN que disparos se realizaron al aire y contra el cuerpo.
Foto: OjoPúblico / Miguel Gutiérrez
Paula relata esa búsqueda infinita, ese duelo que no cesa desde los años 80, en la casa de su hijo mayor, Máximo, quien hace unas semanas tuvo un accidente de auto. Él –echado en el sofá de su pequeña sala– dice que no ha podido llorar bien a su sobrino porque le cuesta respirar y la conmoción y las lágrimas hacen que se ahogue. “Así, así está mi hijo, su cabeza rota y su costilla, su espalda, su pulmón. Estoy cuidándole. De noche no puede dormir”, describe Paula. Le levanta la camiseta que tiene puesta y señala su pecho vendado con un chumpi [faja de lana tejida].
Como si fuese cierto eso que dicen en quechua: qati qatiylla qamun, que las tristezas vienen seguidas, que las penas vienen una tras otra, una tras otra, todo junto. Y pareciera que ese una tras otra se diera en la vida de Paula Aguilar Yucra y sus hermanas en un rango de tiempo demasiado largo, cuarenta años, desde los 80 hasta ahora. Del duelo por la madre asesinada y el hermano desaparecido, a llorar por el sobrino nieto muerto cuando regresaba a casa después del trabajo. La necropsia dice que por una herida mortal en la cabeza a consecuencia de un proyectil de arma de fuego el 15 de diciembre.
—Kay wawaywan chay peligrokunapi total puriraniku, chay peligro tiempo kaptin pay taksachallaraq karqa, chaynam karqa balapuntapi tukuy imamanta escapaqkaniku. Con este mi hijo en el tiempo del peligro hemos andado juntos, él era pequeño todavía, de la punta de las balas y de todo nos hemos escapado, dice Paula.
—Recordar esos tiempos es muy doloroso, agrega Máximo.
—Kunan kainawan chaytam yuyarichiwanku. Kunan chay yapa militarkuna sipirquspa chaytam yuyariniku. Chaymi total pensamiento ¿imacha kayqa? Ahora con todo esto [la represión durante el estado de emergencia el 15 de diciembre] me hizo recordar. Ahora con todos los militares matando eso nos hizo recordar, comenta Paula.
Otras mujeres como ella
Su airecito no me he podido olvidar.
Manapunillam qunqayaykichu, airechallaykita, rikchachallaykita
De olvidar te voy a olvidar solo cuando me agarre la muerte.
(Fragmentos de Pichiwchalla, canción quechua cantada por Paula)
Paula llega al salón del segundo piso de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (Anfasep), en el parque de la memoria de Huamanga. Todas sus compañeras tienen chompas, blusas y faldas de color en tonos morados y azules, ella va de negro y plomo. Allí, otras madres como ella están repartiendo una bolsa blanca mediana con un panetón, arroz y azúcar. Le preguntan cómo está, hablan en quechua, ella les confirma, o les vuelve a contar, que su nietito ha muerto. Empieza a llorar y su llanto entrecorta su relato. Las otras mujeres le abrazan, le dicen que sea fuerte, que se van a ayudar.
El día que llegó una delegación de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), ellas y más familiares hicieron una vigilia en la que pidieron justicia alrededor de diez ataúdes de cartón que llevaban los nombres de los diez fallecidos el 15 de diciembre.
PÉRDIDA. Paula es parte de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (Anfasep).
Foto: OjoPúblico / Miguel Gutiérrez
El 15 de diciembre, Paula estaba en la vivienda de una de sus hijas cuidando a Máximo. La casa está ubicada en una de las partes altas de la ciudad y desde allí se puede ver el aeropuerto nacional Alfredo Mendívil Duarte de Ayacucho. Los manifestantes que pedían en su mayoría la renuncia de Dina Boluarte, el cierre del Congreso y nuevas elecciones intentaron tomar ese espacio. La tarde del 14 de diciembre el gobierno había declarado el Estado de emergencia en todo el país y los militares se habían desplazado a todas las ciudades. Con gases lacrimógenos y disparos de armas de fuego al aire y a los cuerpos de las personas se enfrentaron a los manifestantes. Desde uno de los cerros de Huamanga, Paula observaba.
Ese día, desde muy temprano, las calles de Huamanga estaban llenas de militares. Hacia las once una gran movilización de personas ingresó al centro, a la plaza Sucre. Mientras marchaban se escuchaba el sonido de los helicópteros en el cielo. Paula dice –y coincide con los testimonios de varios ayacuchanos– que no escuchaba ese sonido de los helicópteros desde “el tiempo del peligro”.
“Por primera vez escuché el sonido del helicóptero en Usmay. Eso ha matado cantidad de gente, en mi pueblo, ni siquiera hemos podido enterrar”, recuerda.
LE DIJO “NO VAS A VENIR” PORQUE JOSÉ LUIS, PARA LLEGAR A DONDE VIVÍA, TENÍA QUE HACER ESO: VENIR HACIA LAS BALAS.
Entre esa multitud de manifestantes –que luego se dirigió al aeropuerto– no estaba José Luis. Él había ido a trabajar a una planta envasadora de gaseosas. Era su trabajo del momento. Cuando no hacía eso, o hacía de cobrador en transporte público, o de vendedor ambulante, o de lo que surgiera. Con el dinero que ganaba le entregaba una pensión a su hijo y ayudaba a su madre. Todos los que estuvieron en Huamanga ese día escucharon los helicópteros y el incesante sonido de las balas, desde el mediodía hasta el anochecer. Solo al final de la tarde esos sonidos se confundieron con el de los truenos que anunciaban la lluvia.
DEUDOS. Edith Aguilar, madre de José Luis, pide justicia. Él no había ido a protestar, regresaba a casa después del trabajo cuando una bala le alcanzó en la cabeza. Deja a un niño de dos años.
Imagen: Contraste Ayacucho.
Al mediodía de ese 15 de diciembre, Paula respondió una llamada en su menudo celular de teclas negras. Era José Luis.
—¿Maypin kachkanki, mamay? [¿Dónde estás mamá?]—, le preguntó en quechua, la lengua en la que ambos se comunicaban. Paula le respondió que estaba en la casa y le devolvió la pregunta. José Luis le dijo que él estaba en su trabajo.
Entonces su tía abuela le advirtió:
—Amapunin, papito, lluqsimunkichu [De ninguna manera vas a venir, papito]. — Y le recalcó— Cuidakunkim. Amapunin lluqsimunkichu, balakunam tuqyachkan [Cuidate. De ninguna manera vas a venir, están reventando balas].
—Manan mama, lluqsimusaqchu. [No mamá, no voy a salir].—le respondió José Luis.
Le dijo “no vas a venir” porque José Luis, para llegar a donde vivía tenía que hacer eso: venir hacia las balas. Su mamá y él –que no tenían una casa propia– vivían en un espacio dentro de una cochera cercana al cementerio general de Huamanga, que limita con el aeropuerto. No pagaban alquiler a cambio de cuidarla.
Hacia las 5:30 de la tarde, José Luis salió de su trabajo. A esa hora, por la situación de convulsión en la que se encontraba la ciudad, ya no estaban circulando ni buses, ni mototaxis, ni motos lineales, ni vehículos particulares en las calles. En algunas calles predominaban las sirenas de las ambulancias que trasladaban a los heridos al hospital regional. José Luis llamó a su mamá y le dijo que estaba yendo a su casa, caminando. Apenas unas cuadras antes de llegar a casa, en medio de la balacera, una mujer desconocida y él se protegieron detrás de una estructura sólida. La mujer contó que José Luis le dijo:
—No saques la cabeza.
Él no hizo caso a su propia advertencia y la sacó.
JUSTICIA. Paula Aguilar y su hermana han recibido el apoyo de otras víctimas del conflicto armado interno agrupados en la Anfasep.
Foto: OjoPúblico / Miguel Gutiérrez
Las balasLa noche del 15 de diciembre ya no sonaba el sonido de los helicópteros ni el de los truenos. Sobre Huamanga caía la primera lluvia intensa de la temporada. Una lluvia que los campesinos agricultores del sur del Perú estuvieron pidiendo en las últimas semanas de sequía.
Paula estuvo pensando en si José Luis ya había llegado a su casa. Fue entonces que le avisaron. En medio de una furiosa lluvia, salió hacia la morgue. Allí, uno de sus hijos entró a reconocer el cuerpo.
—De la ceja para abajo no más estaba su carita, por eso le han reconocido.
Makichaypas kanan [su manito todavía estaba así], explica Paula mientras muestra sus manos con los dos puños cerrados imitando los puños de José Luis. Ha visto a tantos muertos que entiende mejor que otros los procesos del cuerpo al morir. Todos son diferentes en la vida, todos son diferentes en la muerte. Luego de una descripción más detallada, Paula sigue lamentándose: “¡Ay!, ya habrá tiempo para ellos también. Por más que ahora no sea, ni con sus hijas ni con sus hijos, habrá tiempo”.
El sábado 17 de diciembre, durante los entierros, a Paula le alcanzaron las balas que varias personas recogieron del suelo en las calles aledañas al aeropuerto y al cementerio. Extiende el brazo y abre la mano para mostrar una de ellas. “Con eso han matado. Con esa bala han matado”, repite.
Cuando se refiere a la muerte de su sobrino nieto José Luis, Paula le pone énfasis a la misma información que cuando habla de su hermano desaparecido Andrés: eran inocentes. “Así es nuestra vida, y ahora hemos recordado, nuestra mente, nuestro corazón está como muerto, como adormecido. Lo que hemos estado en el inicio eso mismo hemos recordado ahora”, dice.
El baile
Coca quintucha, hoja redonda
qamsi yachanki, ñuqa vidayta
chiripi, wayrapi waqallasqayta.
(Huayno ayacuchano)
Paula mastica hojas de coca casi todo el tiempo. La bolilla que se forma en su boca interrumpe la claridad de sus palabras en quechua. Las saca de una delgada bolsa de plástico verde. Extiende los dedos, revuelve un poco, las mira, se detiene y escoge. Lleva algunas a su boca y deja las otras. Se detiene porque siempre está buscando la suerte, una mejor suerte. En la zona sur del Perú dicen que encontrarse un qintu, la formación de una hoja con tres puntas, es fortuna. Sin embargo, el qintu que Paula lleva desde hace algunos años en su cuadernito azul, junto a la foto de su madre desaparecida, parece no haber cumplido su designio.
Aprendió el hábito de chacccharla en el tiempo de la violencia. Cuando ella y su comunidad huían al monte y se quedaban allí para esconderse de los militares o los terroristas. La comida –si es que lograban sacarla o conseguirla– era para los niños; las hojas de coca, para los adultos. “Pasando el líquido de la coca hemos sobrevivido […] así todo eso hemos pasado. Y ahora mi nieto también pasa esto”, dice.
La familia cuenta que a José Luis le gustaba la chicha y la cumbia. En algunas comunidades campesinas de Ayacucho, antes de que los ataúdes entren al cementerio, los que cargan se mueven al ritmo de una canción y hacen bailar al muerto. A casi todos los fallecidos por la represión del jueves 15 de diciembre les han hecho bailar huaynos, la música típica de esta región. Pero a José Luis le han hecho bailar una canción de Armonía 10, un grupo peruano de cumbia. Si hubieran elegido un huayno, tal vez habría sido Cocaqintucha. Su tío Máximo dice que José Luis también cantaba canciones tristes, como los fragmentos de ese huayno que los ayacuchanos han estado cantando en los entierros y las vigilias.