Han transcurrido más de tres meses desde que se iniciaron las protestas por la agudización de la crisis política y las repercusiones continúan su curso en silencio, bajo carpetas y enredadas tramas legales que buscan sentenciar a los “enemigos” de la nación. Un caso paradigmático es el de Jhon Torres Yataco, un ex suboficial que renunció y posteriormente dio un mensaje a través de su cuenta en redes sociales mostrando su indignación por la masacre que ocurrió en Juliaca, y ahora se encuentra procesado y en peligro de ser encarcelado por los delitos de abandono de cargo, desobediencia y ofensa al superior. Por otro lado, Yaneth Navarro Flores y Cirilo Jara Mamani tienen prisión preventiva por supuesto financiamiento de actos vandálicos. En el primer caso, John ya no formaba parte del cuerpo policial y expresó su posición frente a los asesinatos en su ciudad natal; en el segundo caso, Yaneth y Cirilo son dos dirigentes que llevaban las cuentas del dinero recaudado y los gastos (pasajes y medicina) de sus colectivos. ¿Entonces por qué fueron procesados? ¿La justicia es igual para todos? ¿Cómo se procesa a ciudadanos con pruebas tan inconsistentes? Estas decisiones tomadas por hombres y mujeres que deben administrar la justicia nos dejan con los pelos de punta y muestran la vulnerabilidad de quienes se oponen al oficialismo, asimismo nos muestran que existen móviles que han permitido llegar a estas instancias donde la justicia se convierte en un mecanismo que justifica la violencia, persigue a la oposición y abre las puertas del infierno.
A continuación, repasaremos el proceso que ha sido desatado por las autoridades con la finalidad de frenar, controlar y desmovilizar a través del sistema legal y jurídico al movimiento social. Eso no quiere decir que analizaremos este proceso desde la jurisprudencia, sino desde un punto de vista político para comprender cuáles son los mecanismos utilizados por el Estado, desde las disposiciones legales y reglamentos con los que ya cuentan, como aquellas innovaciones que son hechas a la medida de la coyuntura. Pero antes, veremos cómo se entretejen las redes de poder que dan sustento a estas acciones.
Redes de poder
Pensar en el sistema de justicia peruano como una instancia para resolver problemas y dar sanción a los culpables de algún delito son ideas que empiezan a desvanecerse. Por el contrario, el sistema de justicia viene tomando la forma de un arma lista para ser gatillada. En lengua inglesa se conoce esta figura como lawfare, guerra jurídica o uso abusivo e ilegal del sistema judicial para atacar al enemigo. No obstante, esta guerra se suele producir entre personajes de la política que ocupan cargos importantes para tejer redes de poder (por afinidades o alianzas) que puedan dar consistencia a sus prácticas y discursos como un coro bien equilibrado. Esto les permite no solo el ataque jurídico, sino también del uso a discreción del sistema de justicia –en apariencia dentro de los marcos legales– tanto para defender o crear escenarios judiciales a manera de pantomima.
¿Cuáles son estas redes? Vale decir que son varias las instituciones dentro del Estado peruano, controladas por facciones que vienen dando la pauta y dirigiendo los hilos de la política, que presentan una misma base ideológica o intereses a fines, ya que las personas en quienes recae el poder del Ejecutivo, Legislativo, Fiscalía y las fuerzas del orden (policía y fuerzas armadas) presentan discursos y acciones que se hilvanan o complementan en una sola estratagema. Para ilustrar esta idea veremos algunos casos a continuación.
Desde que Boluarte asumió la presidencia las manifestaciones no han dejado de pedir su renuncia y el adelanto de elecciones generales (presidencia y Legislativo), una decisión que está en manos de Boluarte o el Congreso. Sin embargo, se han traspasado la responsabilidad una y otra vez para evitar tomar la decisión ellos mismo, hasta que finalmente en el Congreso “no se pusieron de acuerdo”. Al menos es lo que dicen ellos. Pero visto desde afuera, pareció ser más una estrategia para dilatar el debate y finalmente no adelantar las elecciones. Ahora la presidenta y el Congreso se quedarán hasta el 2026 en una suerte de romance político.
Durante las protestas circularon varios videos en los que miembros de la policía y las fuerzas armadas golpeaban y asesinaban a personas que ni si quiera participaban en las protestas, no obstante, en repetidas ocasiones se emitieron comunicados de prensa y declaraciones de la presidenta y del ministro del interior repitiendo que se estaban respetando los derechos humanos de quienes protestaban a pesar de las evidencias. Por su lado, la policía insistía en obtener pruebas incriminatorias que respalden y justifiquen el uso indiscriminado de la fuerza sin mucho éxito.
Durante las últimas semanas hemos contemplado cómo la fiscal de la nación, Patricia Benavides, parece blindar a la presidenta Boluarte, quien fue a testificar por los delitos de genocidio, homicidio calificado, lesiones graves, lesiones leves, tortura y abuso de autoridad; sin embargo, la fiscal suspendió la sesión porque la Procuraduría General del Estado y Aprodeh estuvieron presentes, aduciendo que solo debería participar la defensa de Boluarte.
Si bien no son claras las redes que se vienen tejiendo –porque en política nunca lo son–, se puede intuir que existen principios y fines que conducen a tomar acciones que se complementan y entretejen. Son diferentes instituciones del Estado que tan solo unos meses atrás colisionaban y ahora se muestran como aliados, no necesariamente para gobernar por el bien común o representar a la ciudadanía que los desaprueba y pide que se vayan, sino para confabular por intereses propios. Y a ellos se suman actores como el ex miembro del Tribunal Constitucional, Ernesto Blume, que ha pedido que se trate a los manifestantes con mano dura a pesar de las víctimas mortales registradas en los últimos meses.
Creación de escenarios de zozobra
Desde que Boluarte tomó la dirección del país encontró los medios “legales” para gobernar con mano dura y sacar a las fuerzas armadas a las calles. Se ha valido hasta el momento de 23 decretos supremos para mantener el “orden” durante la crisis política, de los cuales 6 son sobre inmovilización social y 17 sobre estados de emergencia. Lo que ha tenido como consecuencia 67 muertos y 1335 heridos registrados –sin contar con aquellos heridos que se atendieron por cuenta propia o no se registraron como participantes de las protestas en hospitales–.
En el Perú se suele usar el estado de emergencia de forma preventiva a pesar de que esto es ilegal, es decir, sin precedentes o fundamentos claros se suspenden derechos porque las autoridades o el establishment se ven vulnerables ante grupos sociales que se manifiestan en públicos y muestran su desaprobación. En diferentes declaraciones a medios de comunicación Boluarte, el premier Otárola, el ministro del interior Vicente Romero y los allegados al poder han justificado el accionar de las autoridades aduciendo –sin pruebas– que las protestas son financiadas y coordinadas por terroristas, narcotraficantes, mineros ilegales y personalidades políticas a nivel internacional. Inclusive en los decretos supremos se menciona al terrorismo como partícipe de las protestas (por ejemplo, el D.S. N° 021-2023-PCM). Todos estos discursos –sin fundamentos convincentes– solo sirven para justificar y avivar las llamas del conflicto.
¿Y qué es el estado de emergencia? Es un recurso legal que anula o suspende varios derechos –una ley para anular otras leyes– con la finalidad de mantener el orden, no obstante, se ha visto en varios países y a lo largo de la historia que estas medidas son contraproducentes. Suspender o interrumpir el ejercicio de los derechos ciudadanos y colectivos implica crear un contexto de anormalidad, de zozobra, donde los derechos civiles son recortados. Es como tener y no tener derechos al mismo tiempo, no saber si se respetará la protesta o será reprimida, si tienes libre tránsito o debes quedarte en casa. Si bien los especialistas debaten y dan sentencia a sus opiniones, en la vida cotidiana, durante los estados de emergencia, la gente se encuentra en vilo –y más aún quienes participan en protestas– porque no saben cuáles derechos están suspendidos o anulados temporalmente. No saben si son amigos o enemigos de las fuerzas policiales y armadas. A este fenómeno social y político es llamado por la sociología como anomia –situación anormal– y por la antropología liminalidad –suspensión de la “normalidad”–.
Por otro lado, el estado de emergencia es un recurso legal que permite actuar y atender los conflictos sociales con procedimientos no cotidianos, permite militarizar las calles y violentar contra la integridad de las personas a pesar de que esta no sea la finalidad de la ley, pero sí lo llega a ser en su sentido fáctico o real. El orden deja de ser un acuerdo tácito entre ciudadanos y pasa a estar bajo la tutela y el ruido del cañón de la policía y las fuerzas armadas. Todo ciudadano que emita su opinión en contra del gobierno o esté en el lugar inadecuado se vuelve sospechoso o un blanco al que se debe atacar. En otras palabras, la relación entre el Estado y la sociedad se media por la fuerza y el temor.
Perseguir y atacar al enemigo
Durante las protestas en contra del gobierno se ha podido ver cómo la policía interviene de manera violenta a los protestantes. El maltrato físico ha sido muy frecuente. Pero existe otro mecanismo más silencioso que no deja marcas en el cuerpo, sino en la persona en cuento ser moral y político. Los procesos judiciales a los que se ven expuestos las personas que son atrapadas durante las protestas son largos procedimientos legales que extenúan y marcan a las personas como sospechosas –prácticamente culpables– de delitos por disturbios y otros agravantes que tendrán sus consecuencias por largos periodos de tiempo, afectando no solo su dignidad, sino también sus oportunidades laborales y profesionales.
Encuentran y buscan entre las disposiciones legales facultades para restringir y estigmatizar a las protestas como un mal que genera peligro a la vida y la propiedad.
Una de las primeras medidas que tomó la Fiscalía fue la instrumentalización de la ley para agravar supuestos delitos cometidos por las personas que se manifestaban en contra del gobierno. A través del oficio circular 000335-2022-MP-FN-PJFSLIMA del 15 de diciembre del 2022 se dispuso que “las Fiscalías Provinciales Especializadas contra la Criminalidad Organizada realicen intervenciones inmediatas y diligencias urgentes por delitos que pudieran cometerse en el marco de las manifestaciones que se vienen realizando en el país”. Unas semanas después, en los primeros días del 2023, la fiscal de la nación Patricia Benavides anunció la creación de nuevas fiscalías especializadas en terrorismo en La Libertad, Ucayali y Madre de Dios para investigar los actos de violencia y muertes durante las protestas sociales. Esta medida no solo agrava, sino que pone bajo sospecha y prejuzga a los manifestantes como criminales organizados y terroristas. A pesar de no contar con pruebas de la participación de criminales organizados y terroristas que estén promoviendo las protestas, se buscaba criminalizar las protestas sin individualizar responsabilidades y continuar con el discurso incriminador de la DIRCOTE, la presidencia y algunos legisladores. Prueba de esto fue que la canciller Ana Cecilia Gervasi declaró para medios internacionales que no se tenían pruebas de que las protestas se estén financiando y promovidas por grupos radicales o criminales.
Por parte del Congreso, el parlamentario de Renovación Popular y exmilitar Jorge Montoya Manrique presentó el 12 de enero la iniciativa N° 3973/2022-CR, titulada “Proyecto de ley que modifica el Decreto Legislativo 1186, que regula el uso de la fuerza por parte de la Policía Nacional del Perú”. Lo que se pretendía con este proyecto de ley era que la policía pueda utilizar armas de fuego cuando se vea superada en número por manifestantes. Una propuesta totalmente descabellada porque en la mayoría de las veces –a excepción de aquellos pasajes en los que el Estado quiere demostrar su monopolio de la violencia– la policía no es superior en números a los manifestantes, ya que cuentan con preparación estratégica y del uso de la fuerza para controlar a muchedumbres en caso de que se genere una turba. Es decir, se pretendía dar rienda suelta al gatillazo fácil.
El mismo día que Amnistía Internacional presentaba su informe sobre la crisis política en el Perú donde indicaba los crímenes cometidos por el Estado peruano, la presidenta Boluarte había convocado a una ronda de diálogo con partidos políticos de derecha, en la que se habló sobre la protección judicial a policías y militares. Así, al finalizar la reunión, el presidente del partido Avanza País, Aldo Borrero, declaró frente a cámaras que: “Nosotros hemos propuesto a la presidenta una amnistía para todos los policías y militares, en este rango de tiempo que ha habido esta clase de manifestaciones, porque no podemos abandonarlos. Teniendo en cuenta que ellos, cuando el Perú más los necesitó, salieron al frente y defendieron nuestra democracia”. En ese sentido, la policía y las fuerzas armadas quedarían impunes ante los delitos cometidos a pesar de las pruebas que circulan por redes sociales y medios de comunicación evidencias la violación a los derechos humanos. Las redes de poder se evidencias y dan una clara luz de que la policía no está exenta de la política y es capaz de actuar de forma violenta porque hay políticos que los pueden blindar.
Por el contrario, los casos del ex policía Jhon Torres Yataco y de los supuestos financistas de las protestas Yaneth Navarro Flores y Cirilo Jara Mamani, sirvieron como casos ejemplares para perseguir y castigar a quienes se oponen al gobierno de turno. Torres se desalineó del régimen y los persiguen a través de mecanismos legales a pesar de que había dejado de ser policía cuando hizo sus declaraciones en contra de los asesinatos en Juliaca. Es un claro ejemplo de la policía amigo-enemigo: si no eres mi amigo, eres mi enemigo. En los otros casos, a pesar de contar con pruebas insuficientes, ambos fueron privados de su libertad y son castigados con la prisión preventiva hasta que se demuestre su inocencia.
A través del oficio N° 046-2023-PR, de fecha 17 de febrero, Boluarte y Otárola presentaron al Congreso un proyecto de ley para modificar el código penal con la finalidad de incrementar las penas de los delitos cometidos durante los estados de emergencia. En el documento se propone que se debe “establecer medidas inmediatas, urgentes y excepcionales para reforzar la respuesta del Estado frente a los delitos que afectan la vida, el cuerpo y la salud, así como los bienes públicos y privados, cometidos durante la vigencia de la declaratoria de un Estado de emergencia”.
Todas estas medidas políticas construyen un doble escenario: uno de vulnerabilidad para quienes ejercen su derecho a la protesta y otro de impunidad para quienes se vuelven verdugos y ejercen violencia judicial y legal. Se prejuzga, se criminaliza y se endurecen las penas para castigar a quienes se encuentran del lado la línea del “enemigo”. Además, sirven como advertencia para aquellos que quieren ser críticos del gobierno, como el caso de Torres Yataco, Navarro Flores y Jara Mamani que fungieron de chivo expiatorio y sus casos sirvieron para exponer de manera ejemplar la forma en que el sistema de justicia funge de arma política. El primero se encuentra procesado –y perseguido– judicialmente y los otros dos sufren –el castigo– de la prisión preventiva. Así como ellos, hay muchos otros casos que en silencio llevan el calvario de haber tomado conciencia política y haber expresado sus ideales de manera democrática.
Instituciones protectoras del estatus quo
Además de las instituciones centrales del Estado, otras de menor rango también se enlistaron en el conflicto político y social. El territorio juega un papel importante durante las protestas ya que existen espacios que toman un significado político para evidenciar el disgusto por las autoridades. Las plazas, las avenidas y los frontis de algunos edificios son escenarios que se disputan entre quienes protestan y quienes cuidan el “orden”. En ese sentido entran a tallar las autoridades municipales.
El 16 de enero el municipio de Miraflores publicó un comunicado sobre una reunión que mantuvo con la policía, las fuerzas aéreas y los bomberos a fin de salvaguardas a los vecinos, además de la propiedad pública y privada. Asimismo, afirmaba que durante el estado de emergencia quedaba prohibido las marchas, manifestaciones y reuniones. Por su parte, el alcalde de este distrito, Carlos Canales, dijo en un medio de comunicación que “no los vamos a dejar entrar para manifestarse políticamente y generar violencia y enfrentamientos”. Su argumento se basa en la ordenanza municipal N° 256-MM del 2007, según la cual declara como zona restringida a un sector del distrito de Miraflores para cualquier concentración o manifestación pública.
El 10 de febrero se publicó el acuerdo del consejo municipal N° 026, declaratoria del Centro Histórico de Lima como zona intangible “para el desarrollo de marchas, manifestaciones y concentraciones públicas y políticas que pongan en riesgo la seguridad y/o salud pública”. Esta medida fue demandada y el alcalde de Lima, miembro de Renovación Popular, López Aliaga, declaró que llegaría hasta las últimas consecuencias para que se respete el acuerdo municipal.
Las medidas tomadas por ambos alcaldes demuestran su desaprobación ante las manifestaciones políticas. Cabe resaltar que ambos llegaron a ser elegidos alcaldes bajo la bandera del partido conservador Renovación Popular, cuyos miembros en el Congreso también han dado declaraciones criminalizando a las protestas. En este sentido, las medidas tomadas desde las alcaldías complementan las acciones de instituciones centrales como si fuesen un solo puño. Encuentran y buscan entre las disposiciones legales facultades para restringir y estigmatizar a las protestas como un mal que genera peligro a la vida y la propiedad.
En conclusión, hemos podido reconocer que el uso de las facultades legales y el sistema de justicia funcionan como armas políticas cuando se cuestiona al establishment. Este genera una distorsión de la legalidad y crea contextos de liminalidad en los que busca dar la investidura de impunidad a los transgresores y verdugos y convierte en un blanco fácil aquellos que critican y se oponen al régimen. Para lo cual se encuentran o intentan crear leyes y reglamentos oportunos para perseguir y castigar (recluir) judicialmente, así como restringir el movimiento a través del estado de emergencia u ordenanzas especiales que intimiden y desmovilicen a quienes buscan alternativas políticas. En ese sentido, las leyes y el sistema de justicia dejan de representar el mejor acuerdo social y se convierten en armas políticas que desvirtúan la democracia y la justicia.
Fuente: Revista Ideele N°309