Ha ganado Gustavo Petro en Colombia luego de una campaña épica y no sé si soy el único pero, recién terminadas esas elecciones, la experiencia del país vecino me deja una sensación de desengaño, la sospecha de que en el Perú nos dieron gato por liebre. Porque una cosa es el fracaso, que siempre acecha (sobre todo a los políticos que eligen perseguir utopías y tratan de descubrir la pólvora imposible de una humanidad mejor). Una cosa es que los poderes fácticos te estrangulen, que los medios hegemónicos te acosen y las corporaciones te acogoten (como sin duda le pasará a Petro, a quien le esperan meses de presión y resistencia). Pero otra muy distinta es que no haya la menor conciencia de dónde uno está parado, de las banderas que se encarnan. Y eso, por desgracia, es lo que ha pasado en el Perú, donde robaron los emblemas izquierdistas sin creer en ellos: no es una traición, es algo mucho menos solemne. El escupitajo del desprecio. Castillo no es un mandatario de izquierda y esto no es una excusa infantil ante la debacle de su errático gobierno, como seguramente dirán los caricaturistas conceptuales de la derecha golpista y los fujimorismos. Decir que Castillo no es un presidente de izquierda no se debe a que, al ver su absoluta improvisación, uno se quiera librar de su mancha.
Castillo no es de izquierda simplemente porque no está interesado en implementar políticas progresistas, no quiere luchar contra los privilegios ni pensar en formas de hacer más accesibles servicios públicos, enfrentándose a quienes haya que enfrentarse. No es un presidente de izquierda, además, por una cuestión fundamental: su absoluto desprecio por las causas simbólicas del progresismo continental, que lo celebraron en su momento y hoy deben mirarlo con justificado desprecio.
Hay cosas que se pueden explicar por la supina ignorancia, por la falta de formación, por las limitaciones que son, tristemente, la condena de la desigualdad en un país como el Perú. Se puede entender la afrenta de subirse al estrado en la Cumbre de las Américas y decir “América para los americanos” (el lema imperialista de la doctrina Monroe) porque posiblemente Castillo no tenga la menor idea de lo que está hablando. Pero hay que tener mala entraña para ser elegido como una esperanza a la izquierda y pactar una reunión con Iván Duque, repudiado mandatario saliente de Colombia y emblema del uribismo, en plena campaña de definición de ese país. Hay que tener muy revueltos los valores de la igualdad social para decir en una plaza que el hambre solo llegará a los que no trabajan (una variación penosa de “el pobre es pobre porque quiere”).
Eso no es solo no ser de izquierda, eso es ser un enemigo de la izquierda, jugar en las antípodas, ser un cínico y un insensible.
En la campaña de la segunda vuelta, cuando Pedro Castillo se volvió la única opción frente a la amenaza de Fujimori, escribí en este mismo espacio que el gran temor era que Castillo se convirtiera en una especie de Andrés López Obrador, alguien incapaz de impulsar cambios reales, que terminaría perdiéndose en “la baba de las buenas intenciones”. Pues lo que ocurrió es peor. Castillo no tiene bandera, y eso podemos decirlo en el peor de los sentidos. Él y su entorno han demostrado que no guardan reparos en hacer cualquier pacto o concesión con tal de sobrevivir. Su gobierno se va convirtiendo en un piloto automático pegado con esparadrapo. Sin fuerza ni voluntad para virar el timón.
Veo a Petro dando el discurso de triunfo con las masas al borde del llanto y pienso en la decepción peruana. Castillo es un presidente equiparable a cualquiera de los candidatos de las derechas chichas que participaron en campaña: Acuña, López Aliaga o Forsyth. Con las recetas de siempre, sin ambición, y con abierta negligencia en la gestión pública. Una izquierda puede ser extractivista (Evo) o ecológica (Petro), primarioexportadora o diversificadora. Pero no puede abandonar a sus ciudadanos a la inercia del statu quo que prometió remecer.
¿Esta falsa izquierda de Castillo afecta las pretensiones de un verdadero proyecto progresista? Sin duda. ¿Acaba toda posibilidad de construirlo? De ninguna manera. Sobre todo porque la derecha —está claro— seguirá debatiéndose entre el fujimorismo y el neoliberalismo nostálgico. Carece de repertorio más allá de eso. La derecha no tenía nada que ofrecer en el 2021 y no tiene nada que ofrecer hoy. Creen que el rechazo a Castillo y ponerle la muletilla de “comunista”, haciéndolo ver como un fracaso de la izquierda, los empodera como una opción de cara al futuro. Pero sus cartas son débiles o peor, repulsivas. Tan caídos están que Juan Carlos Tafur, un supuesto moderado de derecha, ya empezó a echarle elogios a Rafael López Aliaga.
A la izquierda le toca desmarcarse de algo que ya no puede representarla. El problema del gobierno no es que esté dirigido por ineptos sin experiencia (lo que sería corregible), sino su nulo compromiso social, que han reemplazado por ambiciones más simplonas: ya hay indicios de corrupción y tráfico de influencias. ¿Políticos buscando cuestionar el poder de las élites? No, más bien personas que quieren sacarle el jugo a lo que parece ser un golpe de suerte.
Votar por Castillo era necesario y cumplió su cometido principal: evitar que Keiko ganara. Pero no es de izquierda, no tiene voluntad para plasmar la mirada que ha desarrollado la izquierda peruana (ni el presidente ni sus aliados de Perú Libre, que salvo excepciones tienen la misma promiscuidad política y un oportunismo impresionante). Esa izquierda intelectual que ha trabajado en la administración pública, en las ONG, tan despreciada por los supuestos radicales, resulta siendo más sólida e ideológicamente comprometida. Esa izquierda Usaid termina generando planes de cambio más concretos que los incendiarios que apagan el lanzallamas a la primera sonrisa de una Maricarmen cualquiera.
Toca ver la experiencia colombiana, donde diecisiete movimientos convergieron en la coalición del Pacto Histórico. Toca estudiar cómo hicieron para que la izquierda de café, la que habla en difícil, se entendiera con los luchadores sociales con el fin de desarrollar juntos un programa de gobierno. Cómo lograron una organización sólida en la que un líder carismático acepta que las bases elijan a su vicepresidenta (como se sabe, Francia Márquez no era la opción favorita de Petro). La izquierda intelectual y capitalina peruana va a sufrir el golpe. Y debe aprender de errores como la tibieza en el rechazo a los paradigmas neoliberales, su aceptación del terruqueo (que es en realidad una censura a todo radicalismo). Pero de momento su oportunidad de hacer algo grande sigue abierta y es más necesaria que nunca.