Aída Aroni Chilcce. Lima, 6.2.2023
Hay en el Perú quienes se sienten con autoridad ¿moral?, ¿académica?, ¿social?, ¿cultural?, ¿racial? para decidir cuáles compatriotas merecen la ciudadanía plena y cuáles deben permanecer en el limbo: pueden ir a la escuela, tener DNI, votar —a menudo sufriendo cuestionamientos posteriores— y alguito más por ahí. Pero si pretenden hacer escuchar sus demandas políticas, esos mismos jueces de la ciudadanía pasan a señalarlos como “ignorantes”, “personas que se dejan manipular” incluso por autoridades de países vecinos, “gente al servicio de la economía ilegal” y otros calificativos condenatorios. Hasta que, como consecuencia de esa minusvaloración, pasan por agua tibia el uso desproporcionado de la fuerza de parte del Estado y acaban por darle sustento al hecho flagrante de que “esa gente” no tiene el mismo derecho a la vida que otros peruanos.
El gobierno de turno, por su parte, los puede poner en la agenda si alegan un problema social, pero, artificialmente boquiabiertos, dicen que no los entienden y hasta los terruquean si se atribuyen participación política: si exigen que se respete su voto, si exigen la renuncia de una presidenta que no asume responsabilidades, si se movilizan por el adelanto de elecciones para remover uno de los congresos más patrimonialistas que se recuerde.
La perniciosa desestimación de un importante sector de compatriotas —sobre todo quechuas, aimaras y amazónicos— no es nueva: tiene su origen, como se ha recordado durante estas semanas, en los años fundacionales de la República. Pero no solo es un lastre antiguo; también implica una ignorancia supina que lleva a errar incluso hoy: al margen de cualquier dictamen prejuicioso, los ninguneados hace rato que se saben ciudadanos peruanos; hace rato que no requieren el visto bueno de quienes, en Lima u otras ciudades, siguen creyendo que es un asunto de repartir membresías. Por desventura, las anteojeras y, probablemente, la falta de empatía de estos últimos, les impide celebrar una realidad que no hace sino enriquecer al país.
La pertenencia a la nación no es potestad de nadie. No se administra ni se puede concentrar en pocas manos, como si se tratara de una gran empresa o un oligopolio. Ya es momento de dejar de decir que “somos una nación en formación”, pues esto equivale a sostener que los “criollos”, sobre todo limeños empoderados, no les han dado el carnet de ciudadanos a aquellos “otros”. Es aceptar, implícitamente, que hay una lista de espera para recibir de su parte la bendición de la ciudadanía peruana; y que, por lo tanto, hay personas de segunda o tercera categoría que aún no forman parte de su propia nación.
Los despreciantes tendrían que saber que su batalla en favor del ninguneo la perdieron hace rato. Su terquedad genera fracturas, divisiones, desconfianza, pero eso no borra que seamos una nación de la que formamos parte unos y otros, unos y otros “nosotros”. Este quizá sea el mensaje central y más claro de las movilizaciones de hoy en el país. Que los desdeñados lo estén dejando claro al marchar en la capital de su país es la gran victoria de estas movilizaciones, aunque los apaleen y pretendan humillarlos.
Tiene una especial significación que los peruanos más comprometidos con las protestas sean precisamente de las regiones con los porcentajes más altos de presencia quechua y aimara según el censo nacional del 2017: Puno (91% quechua y aimara), Apurímac (84%), Ayacucho (81%) y Cusco (75%).
Eso sí, hay que distinguir entre ser de una misma nación —con todas las diferencias que existen, que expresan incluso diferentes “nosotros”— y tener acceso al ejercicio pleno de la ciudadanía. El logro de ser y saberse ciudadano peruano no hace que los problemas desaparezcan: ahí están las desigualdades, las tremendas carencias, las arbitrariedades, la falta de respeto por la ley, la informalidad, la ilegalidad. Tampoco es un asunto de “buenos y malos”; lejos de una actitud paternalista, la idea es sabernos peruanos y peruanas, con identidades culturales propias —que tampoco son bloques estancos—, distintas adscripciones ideológicas e historias personales muy diversas.
La nación somos todos los peruanos que la construyen diariamente, bien, mal o regular; quienes se imaginan, se sienten, se saben parte de ella y, además, lo gritan. La victoria de los movilizados de hoy viene de infinitas luchas previas: de su participación en las batallas por la Independencia, de Atusparia, de Rumi Maqui, de las decenas de delegaciones comunales visitando Lima para exigir derechos, de los grandes movimientos por recuperar tierras contra la gran propiedad y los gamonales, de las migraciones a Lima y las principales ciudades del país, de la heroica participación de miles de personas de origen rural en la victoria contra Sendero.
Sería largamente preferible que las elecciones se adelanten, y que Dina Boluarte renuncie; pero, desde ya, esa otra victoria está conseguida. Mejor dicho: reafirmada.
Fuente: Noticias SER:PE