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Nixon-Mao: 50 años de la cumbre que cambió el mundo

El viaje del presidente de EEUU a China rompió el aislamiento internacional de Pekín y sus consecuencias están hoy más vivas que entonces.

La mañana del 21 de febrero de 1972 hacía frío en Pekín. Cuando la puerta del avión presidencial se abrió, Richard Nixon no encontró a los miles de chinos que agasajaban de forma habitual a los escasos dirigentes extranjeros que viajaban a China. Al pie de la escalerilla le esperaba el primer ministro, Zhou Enlai, y unos cuantos funcionarios. En las calles de la capital nadie saludó a la comitiva. En la geopolítica mundial se estaba produciendo un giro copernicano, pero su incidencia en la vida de los dos hombres que lo hicieron posible fue mínima. Aquella misma tarde, Mao Zedong recibió a Nixon en Zhongnanhai, la “ciudad prohibida” de la cúpula comunista. La entrevista fue filmada, algo insólito hasta entonces, y los chinos comprendieron que un aire distinto comenzaba a soplar cuando la televisión nacional emitió diez minutos del encuentro.

En la historia moderna de las relaciones internacionales, pocas visitas de mandatarios han tenido consecuencias tan profundas para el equilibrio global. Ambos sabían que no sería una reunión fácil, pero estuvieron dispuestos a asumir los riesgos. Fue una decisión largamente meditada por los dos. Tras los choques fronterizos de 1969 entre China y la Unión Soviética, Mao estaba profundamente preocupado por el millón de soldados bien pertrechados que Nikita Jruschov había desplegado en la larga frontera común, quería romper el aislamiento internacional de la República Popular y hacerse con el escaño de Naciones Unidas y correspondiente voto con capacidad de veto en el Consejo de Seguridad que ocupaba el gobierno de Chiang Kai-shek, exiliado en 1949 a la isla de Taiwán, tras perder la guerra civil. Nixon, por su parte, decidió abrazar a la débil China porque lo consideró útil para desestabilizar al poderoso enemigo soviético y, en términos electorales, creyó que aceleraría el final de la cada día más impopular guerra de Vietnam, que había heredado, confiando en que los líderes norvietnamitas percibirían que había llegado el momento de buscar la paz.

El apretón de manos de Mao y Nixon puso en marcha la mayor revolución de la historia, la que ha permitido a China sacar de la pobreza a 800 millones de personas y a Estados Unidos acelerar el hundimiento de su peor enemigo, la URSS, y convertirse en el único hegemón global. Henry Kissinger, entonces consejero de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, que acompañó al presidente en el viaje, dice en su libro China: “Mao y Nixon tenían un distintivo común fundamental: la disposición de seguir la lógica general de sus reflexiones e instintos hasta las últimas consecuencias”.

«El apretón de manos de Mao y Nixon puso en marcha la mayor revolución de la historia, la que ha permitido a China sacar de la pobreza a 800 millones de personas y a EEUU acelerar el hundimiento de su peor enemigo, la URSS, y convertirse en el único hegemón global»

No se dejó nada a la improvisación. Durante la estancia de Nixon en Shanghái se hizo público, de forma conjunta, del denominado Comunicado de Shanghái, un texto en el que se venía trabajando desde que, en abril de 1971, los chinos invitaran inesperadamente al equipo norteamericano de tenis de mesa que se encontraba en Japón. Fue el inicio de la llamada “diplomacia del ping-pong”, que dio lugar al viaje secreto de Kissinger aquel julio. Días después, Nixon anunció por radio y televisión que viajaría a China antes de mayo de 1972. Y la Asamblea de la ONU supo que ya no habría obstáculos para cambiar a la China nacionalista (Taiwán) por la comunista. En septiembre de 1971, la República Popular ingresó en la ONU y ocupó uno de los cinco escaños permanentes del Consejo de Seguridad. Washington intentó que se permitiera a su aliado taiwanés permanecer como miembro de Naciones Unidas, pero perdió la votación.

La singularidad del Comunicado de Shanghái reside en que destaca las diferencias entre los dos países en lugar de los acuerdos. Nixon, según documentos desclasificados, escribió: “No hicimos ningún intento de pretender que no existían grandes diferencias entre nuestros dos gobiernos, porque existen. Este comunicado fue único en exponer honestamente las diferencias en lugar de tratar de encubrirlas con un doble discurso diplomático”.

El texto, que establece la política de una sola China, se refiere al “bando estadounidense” y al “bando chino” para poner en negro sobre blanco dos puntos de vista opuestos y un problema casi irresoluble: Taiwán. El reconocimiento de las posiciones de cada uno sirvió, sin embargo, como punto de partida de unas relaciones diplomáticas que solo se establecerían siete años después.

Hoy la interrelación económica entre EEUU y China es enorme, pero política y socialmente los dos países están más lejos que hace 50 años. Taiwán ha dejado de ser el objeto en discordia para convertirse en el eventual campo de batalla de un conflicto por la primacía mundial. Convertida en la primera potencia económica del mundo por paridad de poder adquisitivo, aunque todavía lejos de alcanzar a EEUU en dólares constantes, China parece decidida a escalar el podio del poder para 2049, cuando se cumpla el centenario de la fundación de la República Popular. Washington no está dispuesto a facilitarle el camino.

“Será un mundo más seguro y mejor si tenemos un EEUU, Europa, URSS, China y Japón fuertes y saludables, cada uno equilibrando al otro”, dijo Nixon a la revista Time, días antes de su viaje. Sus palabras suenan huecas en el mundo altamente competitivo del siglo XXI, donde la tecnología y la globalización que parecían ligar al planeta han desatado una rivalidad que se extiende como una pandemia.

Muerto Mao, Deng Xiaoping fue el líder que supo aprovechar la mano tendida por Washington para poner la locomotora china a funcionar. Asido a un pragmatismo visceral, Deng dejó a un lado la ideología y los problemas de soberanía y disputas fronterizas para concentrar en el desarrollo y la mejora del nivel de vida a los más de 1.000 millones de habitantes que tenía la República Popular en diciembre de 1978, cuando tomó el poder que ejerció siempre desde las bambalinas del Partido Comunista Chino (PCCh).

«Kissinger, el gran halcón y estratega de aquellos tiempos, insiste a sus 98 años en que la relación entre China y EEUU es ‘clave para la paz y el bienestar del mundo’, pero su voz tiene ahora más eco entre los chinos que entre los estadounidenses»

La China de hoy es, sin duda, fruto de la visión, la flexibilidad y el empeño de Deng, que desmanteló un país pobre y rural, con una economía estancada y una agricultura ahogada en las comunas populares, para convertirlo en una potencia industrial y tecnológica. Sus 160 ciudades con más de un millón de habitantes –Europa tiene 35– suponen una auténtica revolución urbana y representan la mayor inversión en infraestructuras de la historia.

Pero conforme China ha ido creciendo, su política se ha vuelto más asertiva frente a Taiwán, gobernada por una democracia desde 1996 y con la que ha establecido poderosos lazos económicos. Su diplomacia es también más firme frente a EEUU y Japón, mientras impulsa con el aliciente de su gigantesco mercado y las mayores reservas del mundo (3,25 billones de dólares) su influencia global.

Kissinger, el gran halcón y estratega de aquellos tiempos, insiste a sus 98 años en que la relación entre China y EEUU es “clave para la paz y el bienestar del mundo”, pero su voz tiene ahora más eco entre los chinos que entre los estadounidenses. En una reciente entrevista con el periódico alemán Die Welt, lamentó que la opinión pública occidental se haya convencido de que China es “un enemigo inherente” y dijo que es fundamental evitar que la rivalidad entre China y Occidente desate un “conflicto total en inteligencia artificial”. La Casa Blanca hace años que enterró el principal consejo de Kissinger: no permitir que Moscú y Pekín tengan mejores relaciones entre sí que las relaciones de Washington con cada uno de ellos.

Vladímir Putin y Xi Jinping publicaron tras la reunión del pasado 6 de febrero una declaración conjunta que, tal vez como el Comunicado de Shanghái, sea el preludio de un nuevo orden internacional. Un Occidente empecinado en echar al oso en brazos del dragón ha alentado el matrimonio de conveniencia entre Rusia y China, que hoy comparten una visión común del mundo y la decisión de frenar, sin mencionar a EEUU ni a sus aliados, los “intentos de hegemonía que suponen graves amenazas a la paz y la estabilidad global y regional”. La declaración señala que “ha surgido una tendencia a la redistribución del poder” frente a una minoría de países que siguen defendiendo “estrategias unilaterales para resolver asuntos internacionales”, que recurren a la fuerza, se inmiscuyen en los asuntos internos de otros e intentan imponer sus propias “normas democráticas”. Y afirma: “Ningún Estado puede procurar su propia seguridad al margen de la seguridad del resto del mundo”.

Sin embarcarse en la utópica “alianza eterna” de la década de los cincuenta con la URSS, China ha dejado claro el cambio en su alineación, al sumarse abiertamente a Rusia en la “oposición a una nueva expansión de la OTAN”. De igual manera, Moscú, tras confirmar que “Taiwán es una parte inalienable de China”, se adhiere a las críticas de Pekín contra la formación de nuevas alianzas militares en Asia-Pacífico, como la establecida recientemente entre Australia, Reino Unido y EEUU (AUKUS, por sus siglas en inglés).

Kissinger, que lleva 50 años apelando a la coexistencia pacífica “entre dos sociedades que consideran que representan valores únicos”, admite que “la excepcionalidad de EEUU es propagandista”. Mark Leonard, en su libro The Age of Unpeace, señala que “en lugar de tratar de convertir a los otros a tus valores y tu forma de vida hay que intentar encontrar caminos de coexistencia”.

Nixon y Mao, reconociendo las diferencias que los separaban, fueron capaces de cambiar el mundo para mejor. Tal vez es hora de que los líderes de hoy vuelvan la vista atrás.

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