Se ha descubierto que los síntomas que sufrimos durante una infección viral o bacteriana no son simplemente efectos colaterales de la enfermedad, sino que cumplen una función beneficiosa: permiten a nuestro cuerpo redirigir su energía hacia la lucha contra los patógenos que nos han invadido. En otras palabras, nos sentimos mal para poder estar bien.
No obstante, el comportamiento de enfermedad también puede ser un efecto secundario no deseado en pacientes con cáncer o enfermedades autoinmunes. Estas personas reciben tratamientos con fármacos que incluyen moléculas inmunitarias conocidas como interferones. Los interferones son producidos y liberados por nuestras células del sistema inmune cuando sufrimos una infección, pero su uso terapéutico puede desencadenar estos síntomas desagradables.
¿Cómo afecta la enfermedad a la función del cerebro y a nuestro estado mental?
Para intentar responder a la anterior pregunta, primero hemos de presentar a la barrera hematoencefálica, una estructura compleja cuya principal función es proteger a las células del cerebro. La barrera hematoencefálica es un sistema de protección que impide que la mayoría de los patógenos y moléculas inmunitarias entren en el cerebro. Durante mucho tiempo se pensó que esta barrera también bloqueaba las señales del sistema inmunológico. Sin embargo, hoy día se conoce la existencia de toda una serie de mecanismos que permiten que ciertos mensajeros crucen la barrera e influyan en el comportamiento. A continuación, evaluaron los efectos del patógeno en el comportamiento utilizando una prueba estándar para detectar depresión en roedores. Esta prueba, conocida como el laberinto acuático de Morris, consiste en colocar a los animales en un recipiente con agua donde deben nadar hasta encontrar una plataforma que les permita salir.
Por lo general, los ratones sanos luchan hasta conseguirlo, pero los animales deprimidos se rinden rápidamente y se ponen a flotar. Aquí viene lo más interesante: los ratones infectados con el virus pasaron casi el doble de tiempo flotando, lo que sugiere que el virus estaba alterando su comportamiento; es decir, estando enfermos se deprimían notablemente. En este estudio se detectó que el virus inducía a los ratones a producir un tipo de interferón, el interferón-β, una molécula inmunológica que, a su vez, estimula a otras moléculas receptoras que se sitúan en estructuras que forman parte de la barrera hematoencefálica. Para determinar si estos receptores localizados en la barrera hematoencefálica desencadenan el comportamiento de enfermedad, los investigadores compararon ratones normales con animales genéticamente modificados que carecían de estos receptores.
Después, activaron en los ratones las mismas respuestas inmunitarias que los virus y los sometieron a la prueba de flotación. En ella, los ratones modificados tardaron aproximadamente un 50% menos de tiempo en encontrar la plataforma que los ratones normales, lo que sugiere que los primeros son mucho menos vulnerables a la depresión al no portar el receptor.