Jason Abaluck, Laura H. Kwong y
Jason Abaluck es catedrático de Economía en la Escuela de Administración de la Universidad de Yale. Laura H. Kwong es profesora adjunta de Ciencias de Salud Ambiental en la Escuela de Salud Pública de la Universidad de California, campus Berkeley. Stephen P. Luby es catedrático de Medicina en la división de enfermedades infecciosas en la Universidad de Stanford.
Las mascarillas, en especial las quirúrgicas, reducen de manera considerable el riesgo de contraer la COVID-19. Convencer a más personas de que las porten —a través de lineamientos o estrategias como repartir cubrebocas en iglesias y otros lugares de actividades públicas— podría salvar miles de vidas en todo el mundo y cientos en Estados Unidos cada día.
Aunque esto podría parecer de sentido común después de más de 18 meses de pandemia, los primeros estudios sobre el uso de cubrebocas plantearon preguntas importantes. El uso obligatorio de cubrebocas parece haber reducido los casos de COVID-19, pero ¿eso se debió al uso de mascarillas o a que las personas en lugares con uso obligatorio de cubrebocas se volvieron más cuidadosas en general? Debido a esta duda, algunos gobiernos y agencias de salud pública fueron reticentes a recomendar su uso. Por esa razón, realizamos uno de los estudios sobre el uso del cubrebocas más exhaustivos y más sofisticados, para el que usamos la mejor herramienta de diseño de investigación, un ensayo controlado aleatorio, con el fin de evaluar si las comunidades en las que más personas usan mascarillas tienen menos casos de COVID-19.
Muchas personas viven en países en los que las vacunas todavía no están ampliamente disponibles. Incluso en Estados Unidos, donde sí hay vacunas, no son empleadas con uniformidad y la tasa de letalidad semanal de la COVID-19 permanece alta. En esos dos entornos, los cubrebocas son una herramienta decisiva y económica en la lucha contra el coronavirus.
Nuestra investigación, que ahora mismo está siendo arbitrada, se llevó a cabo con la participación de 340.000 adultos en 600 poblaciones de Bangladés y puso a prueba muchas estrategias para lograr que las personas usaran mascarillas.
Nuestro equipo de investigación decidió distribuir cubrebocas directamente en los hogares y en sitios públicos con muchas personas como mezquitas y mercados. Brindamos información sobre por qué portar de mascarillas era importante e involucramos a líderes religiosos y comunitarios para comunicar ese mensaje. Finalmente, hicimos que residentes de todas las poblaciones pidieran de manera cortés a cualquiera que no llevara una mascarilla que se la pusiera y que dieran cubrebocas a cualquiera que necesitara uno.
Aunque no todas las personas aceptaron colocárselo, el uso de cubrebocas aumentó alrededor del 30 por ciento entre los adultos que fueron instados a ponérselo. Este cambio condujo a una reducción del nueve por ciento en los casos de COVID-19. En las comunidades en las que promovimos el uso de mascarillas quirúrgicas, los casos de COVID-19 disminuyeron el 11 por ciento.
Nuestro estudio no midió el efecto del uso universal de mascarillas, sino el de un programa de cubrebocas voluntario. El resultado fue un incremento en el uso de cubrebocas de uno de cada diez a cuatro de cada diez (un gran aumento en el uso, pero aún lejos de ser perfecto). Si todos usaran mascarillas, es muy probable que la reducción en los casos de COVID-19 hubiera sido sustancialmente mayor.
Las personas mayores de 50 años fueron las más beneficiadas, en especial en comunidades donde distribuimos mascarillas quirúrgicas. En estas comunidades, los casos de COVID-19 disminuyeron el 23 por ciento entre personas cuya edad oscila entre los 50 y los 60 años y el 35 por ciento para personas mayores de 60 años. Nuestro estudio no indica que solo las personas de edad más avanzada necesitan usar mascarillas, sino que el uso generalizado de cubrebocas en la comunidad reduce el riesgo de COVID-19, en especial para las personas mayores.
Planteemos esto en términos concretos. Nuestro mejor cálculo es que cada 600 personas que usan mascarillas quirúrgicas en áreas públicas previenen, en promedio, una muerte al año, dadas las tasas recientes de muertes en Estados Unidos. Imagina una iglesia con 600 feligreses. Si una congregación se enterara de que podría salvar la vida de uno de sus miembros, ¿todos estarían de acuerdo en usar mascarillas quirúrgicas en espacios públicos cerrados durante el próximo año?
También probamos el filtrado de las mascarillas quirúrgicas que habían sido usadas, arrugadas en bolsillos y bolsos, así como lavadas con jabón y enjuagadas hasta diez veces. Aun así, estas mascarillas evitaban que atravesaran más partículas de virus que los típicos cubrebocas de tela. Es posible que los cubrebocas con mejor filtración o ajuste al rostro que las mascarillas quirúrgicas, como los KF94 o KN95, brinden una protección incluso mayor si se usan de la manera adecuada.
Lo importante es que las mascarillas funcionan y es probable que las de mayor calidad funcionen mejor para evitar la COVID-19. Si puedes elegir entre un cubrebocas de tela y una mascarilla quirúrgica, escoge la quirúrgica. Sin embargo, la mejor mascarilla es la que una persona se pone y de la manera correcta.
El uso de cubrebocas no necesita ser permanente. Ponerse más mascarillas quirúrgicas hoy en áreas de alto riesgo puede significar menos necesidad de usar mascarillas mañana, y en el ínterin, podrían evitar muchas muertes. En lugares donde los mandatos de uso de cubrebocas no son factibles o posibles, alternativas más leves (como una persona que reparta mascarillas en la entrada de un centro comercial) pueden ser sumamente efectivas. Nuestra investigación indica que si a las personas se les entrega una mascarilla y se les pide de forma cortés que, por favor, la usen, muchas personas lo harán. No todas, pero no todas necesitan hacerlo para salvar vidas.