Con un exhaustivo trabajo, la reciente entrega de Godoy pretende llegar los vacíos documentales del régimen de Alberto Fujimori mediante una monumental y minuciosa crónica de su insólita ascensión y su estrepitosa caída
Somos un país de biógrafos escasos y de vidas valiosas que aún no han sido auscultadas como es debido. Si bien hay excepciones destacables (la serie sobre Grau de Guillermo Thorndike o “Ciudadano Fujimori” de Luis Jochamowitz), llama la atención que a estas alturas no tengamos una biografía definitiva de personajes de la talla de Haya de la Torre, Juan Velasco Alvarado o José María Arguedas. En realidad, ese déficit abarca todo lo concerniente a nuestra literatura divulgativa. Existen disímiles personalidades y acontecimientos políticos, sociales y culturales del Perú que reclaman desde hace mucho un libro, y que, en otras latitudes, no tan lejanas, ya habrían merecido dos o tres volúmenes rigurosos.
“El último dictador”, reciente entrega de José Alejandro Godoy (Lima, 1981), pretende llenar uno de esos vacíos documentales por medio de una monumental y minuciosa crónica del régimen de Alberto Fujimori, a partir de su insólita ascensión hasta su estrepitosa caída. No es precisamente una biografía, aunque puede complementar perfectamente al libro de Jochamowitz, que se estaciona justo donde el de Godoy empieza. El autor marca la cancha desde el saque: en el prólogo declara que su interés no va por el análisis, sino en privilegiar “el relato antes que la explicación científica”. Ya el título patentiza una posición parcial que también es puntualizada en el pórtico de esta obra: “rechazo cualquier tipo de dictadura, sin importar su signo ideológico. Condeno cualquier violación a los derechos humanos, no importa quién haya sido el agente que la cometió. Y creo que la corrupción es uno de los grandes males de la sociedad peruana”. Godoy no deja, pues, lugar a dudas ni de sus delimitadas intenciones ni del espacio del espectro político en el que acomete su tarea.
Este libro cumple con la primera condición de todo trabajo de divulgación que se precie: es útil. Cualquiera que tenga necesidad de enterarse sobre los acontecimientos fundamentales del fujimorato, narrados hasta en sus detalles más anecdóticos, encontrará en “El último dictador” una herramienta en la que es posible confiar. Godoy ha logrado, mediante un complejísimo entramado de publicaciones y recortes periodísticos, mostrar con amplitud ciertos episodios de la dictadura de los noventa que suelen simplificarse o sesgarse, o que la memoria ha acomodado según los intereses de cada quien. Es innegable su olfato para el dato duro y oculto, perdido entre los archivos y las hemerotecas, que a veces cuestiona nuestra previa perspectiva de algunos hechos. Un ejemplo de muchos es la respuesta ciudadana al autogolpe del 5 de abril de 1992. Si bien Godoy registra la consabida encuesta que le concedía el 80% de aprobación al cierre del Congreso, recuerda otra, simultánea, donde la desaprobación a la medida pasaría a ser del 71% “si Fujimori no retornaba al régimen constitucional”. Ello evidencia que la lealtad popular no era tan incondicional al sátrapa como la narrativa de sus partidarios insiste en afirmar.
Dicho esto, señalemos que Godoy se muestra más como un esmerado y hasta encomiable investigador que como un narrador ágil y capaz de privilegiar ciertos pasajes cardinales de su relato en desmedro de otros menos significativos. Su crónica tiene apartados de óptima factura, entre ellos el de las dramáticas elecciones de 1990, quizá lo más completo que se ha escrito sobre el tema. Allí expone con amenidad, paso a paso, la emergencia de ese irrepetible tsunami que fue Cambio 90 y el triunfo de su desconocido líder. Lo mismo puede decirse de los capítulos centrados en la epidemia del cólera o el de la toma de la Embajada de Japón. Sin embargo, hallamos secciones que se reducen a un cajón de sastre de eventos, citas y testimonios de accidentada fluidez y fallida estructura. Es lo que pasa con las partes referidas a la política antisubversiva, la amnistía al grupo Colina o al “annus horribilis” de 1997. Pienso que esta disparidad se debe a la obsesión de Godoy por la anécdota, que al momento de encuadrarse en el gran mosaico de una historia general corre el riesgo de convertirse en un arma de doble filo. En todo caso, no hay que ser mezquinos: “El último dictador” cumple en buena medida con los objetivos que se plantea, que no son fáciles ni modestos.