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Opinión

Noelia Chávez Ángeles: Élites apolíticas: desarticulaciones y una esperanza

Explicar la crisis política y social peruana no es sencillo. Aunque quisiéramos, no hay una causa que, de forma aislada, pueda explicar tremendo descalabro, tremenda captura y desmantelamiento de lo que, tanto derechas como izquierdas medianamente democráticas, habían logrado construir en términos de institucionalidad durante estos años, sobre todo en un país caracterizado por la inconstancia.

Sin embargo, las explicaciones suelen mirar sobre todo el corto plazo. Como si la crisis hubiera empezado en el 2016. Como si quisiéramos volver a la época de Ollanta, que terminó ejecutando el programa de Toledo en lugar de la gran transformación, o de Alan con el Baguazo y la corrupción rampante pero disfrazada del boom de las materias primas, o incluso de Toledo que, encarnando al emprendedor exitoso, guio una transición democrática débil. Pareciera que creemos que ahí, en esos años, hubiera estado la receta para construir país y queremos regresar, cuando en realidad se trataba de la antesala de este momento crítico. Esta crisis empezó mucho antes, y argumento que, en parte, el problema está en nuestras élites, todas, y su constante incapacidad de articularse para construir una república de iguales.

Proyectos y responsables

Hace algunas semanas, el politólogo Daniel Encinas mencionaba la urgente necesidad de recuperar “la imaginación política”[1], y no podría estar más de acuerdo con él. La pregunta es qué implica recuperarla y quiénes deben recuperarla. Encinas señala que la imaginación política supone crear un imaginario colectivo, una comunidad imaginada, una idea de nación, como señala Benedict Anderson. Creo, de forma complementaria, que solo podemos llegar a ello si existen proyectos políticos. Para algunos, un proyecto político podría ser la búsqueda desalmada por el poder entre agentes racionales, pero prefiero adoptar aquí una mirada normativa que considere a lo político como la interacción entre actores para decidir sobre lo común, sobre lo público, y que en el mundo moderno, implica la construcción de repúblicas democráticas, de autogobiernos en condiciones de igualdad.

¿Quiénes son los encargados de recuperar la imaginación colectiva? La “gente”, podrán decir algunos. No obstante, es probablemente “la gente” la que más imaginación política ha tenido en estos años, quienes han frenado ataques a la democracia, hecho retroceder proyectos de ley y políticas cuestionables y levantado la voz frente a abusos. En un país de tejido social débil, es un logro que el movimiento de derechos humanos, feminista, indígena y las protestas ciudadanas, hayan sido un contrapeso al poder de turno en las últimas décadas. Hoy parecen agotadas y en jaque frente a una crisis que los ha arrastrado, pero no hay que ser mezquinos cuando se trata de reconocer preocupación pública.

Ahora bien, la protesta es necesaria, pero no es suficiente para crear imaginación política. Además, es costosa y agotadora. No se puede estar en permanente movilización. Se requieren engranajes que traduzcan el malestar ciudadano en proyectos políticos nacionales y democráticos. Ahí hay una ruta para crear imaginación política. Los partidos políticos son, teóricamente, los encargados de ser y crear esa bisagra, pero el Perú ha sido caracterizado desde hace mucho como una democracia sin partidos.

Por eso, hay que ir un poco más atrás. El problema parece estar en nuestras élites, pero no solo las políticas, sino también, las económicas y académicas. Sus habilidades de gobierno, producción de recursos y análisis e investigación, conjuntas y articuladas, deberían ayudar a construir puentes de ida y vuelta con la ciudadanía y, en ese ejercicio, producir proyectos políticos democráticos, construir país. En cambio, cada vez que reprodujeron proyectos no republicanos ni democráticos sino más bien coloniales, le cerraron las puertas a aquellos que nacían, vieron truncas sus propuestas cuando se inflamaron de espíritus revolucionarios y dejaron de involucrarse en los asuntos públicos, bloquearon la oportunidad de la imaginación política. Prepararon el anfiteatro para el espectáculo de caudillos y viles oportunistas en que vivimos hoy.

Como recordaban Cotler y Portocarrero citando a Benedetti “quizá mi única noción de patria sea esta urgencia de decir nosotros”

Una historia de élites apolíticas

Colocar a las élites como responsables de nuestras desgracias no es algo nuevo. A finales del siglo XIX, Gonzales Prada se quejaba amargamente del caudillismo de su época y llamaba a las nuevas generaciones a tomar la batuta para salir del caos. Luego Mariátegui y Haya de la Torre tendrían críticas profundas a la clase oligárquica que dominaba el país a inicios del siglo XX. En la segunda mitad del siglo XX, Julio Cotler estudiaría la herencia colonial impregnada en nuestro Estado para resaltar la incapacidad de las élites en el Perú de construir una república. Más recientemente, Vergara sostendría que el problema no es tanto la baja calidad de la demanda ciudadana por una mejor política sino, más bien, de la oferta política que tenemos en el país. Pero no todas fueron responsables de todo, cada una tuvo un protagonismo distintos

Efectivamente, durante el siglo XIX las élites económicas y políticas en lugar de despojarse del colonialismo, se dedicaron a la guerra entre caudillos y a despilfarrar los recursos que encontraban a su paso, manteniendo, en gran medida las formas de organización social excluyentes y discriminadoras peninsulares. Cuando la imaginación política revolucionaria llegó de la mano de élites académicas vinculadas al APRA y al Partido Socialista en la primera mitad del siglo XX, las élites oligárquicas y militares optaron por combatirlas o expulsarlas del país. Ello retrasó enormemente cambios estructurales –como la reforma agraria– necesarios para construir nación. En otros países de la región, las revoluciones implementaron los cambios de abajo hacia arriba; en el Perú las reformas llegaron desde arriba, de la mano de un gobierno militar que intentó instaurar un nacionalismo reivindicador del campesino e indígena. No obstante, erró en su implementación y el esfuerzo llegó tarde, cuando las olas de migración interna vaciaban los campos y rebasaba las ciudades.

Cuando a finales de los 70 por fin se configuró un sistema de partidos con representantes de diferentes tiendas ideológicas y de todas las élites, estas fueron incapaces de enfrentar el terrorismo de Sendero Luminoso y, en cambio, llevaron al país a su peor crisis económica. No crearon una comunidad imaginada, no sembraron una idea de nación con posibilidades de florecer. Más bien, se auto-deslegitimaron. Entonces llegó Fujimori que sepultó a los políticos profesionales y de vocación e instauró una forma individualista de pensar y de vivir en este país. La cultura del emprendedor, que supuestamente todo lo puede sin ayuda del Estado, resonó en las clases altas y económicamente poderosas que buscaban reducir al Estado a su mínima expresión, pero también en las clases medias y bajas que añoraban movilidad social ascendente. Con este régimen cultural, como lo llamarían Cánepa y Lamas[2], Fujimori dinamitó la posibilidad de pensar en colectividad mientras instauraba un autoritarismo ladrón. Los gobiernos que siguieron tuvieron planes, pero difícilmente imaginación y proyectos políticos. Se parecen mucho más a bandidos estacionarios que cuidan a las personas de otros bandidos a cambio de extraer el mayor beneficio para sí mismos durante su “reinado”. Ninguno esboza una idea sobre lo común o lo público.

Desde entonces, parece que el país solo cuenta con élites apolíticas, que no conviven, sino que existen como vecinos que no se caen bien y que les fastidia interactuar. Se observan de lejos, se analizan, se critican, a veces se saludan, pero difícilmente trabajan juntas para mejorar el barrio. La excepción aparece cuando buscan resguardar sus propios intereses, ahí negocian desde la desconfianza o cediendo alfiles al campo político. Este intercambio ha ocurrido, sobre todo, entre la élite económica y la política, con el objetivo de mantener la menor regulación posible y generar legislaciones que favorezcan sus ganancias. Pero también entre la académica y la política, cuando las primeras entran al aparato público y alimentan tecnocracias. Ello ha permitido crear algunas islas de eficiencia en la implementación de políticas públicas y mantener una suerte de estabilidad institucional mínima, pero es insuficiente para la construcción de comunidades imaginadas republicanas y democráticas. Tampoco ha sido suficiente para convencer a la ciudadanía de la importancia de su propio trabajo.

Tres desarticulaciones y una esperanza

En su último artículo, Barrenechea y Vergara señalan que en el Perú existe un vaciamiento democrático que implica la dilución del poder y pensamiento cortoplacista depredador[3].  Esta dilución, sostienen los autores, se puede observar en la fragmentación electoral, el reemplazo de políticos profesionales por outsiders y la ausencia o quiebre de vínculos entre los representantes electos y la sociedad. Pero creo que el vaciamiento democrático también se expresa en la desarticulación entre élites adoptando tres formas: entre las élites y el ejercicio político, entre las élites y las demandas ciudadanas, y entre las propias élites. En otras palabras, su preocupación por lo público está limitada por sus intereses y campo restringido de acción, difícilmente construyen diálogo y puentes con la ciudadanía y el diálogo entre ellas es escaso.

Todo esto nos lleva nuevamente a la crisis actual. Mientras los líderes inexpertos y precarios hacían una alianza para perpetuarse en el poder, repartirse el botín estatal y matar a diestra y siniestra, las élites económicas optaron por callar y refrendar un régimen que no iba a golpear sus intereses, mientras que las élites académicas no encontraron una alternativa con la que se sintieran cómodas y reaccionaron de forma desordenada, con diferentes agendas. Ninguna ayudó a mejorar el enmarcamiento de un conflicto desbordante contra un régimen autoritario y parecieron resignarse a que las siguientes elecciones serían nuevamente una lotería entre bandidos. Parecemos condenados a la inercia desarticulada de nuestras élites apolíticas y de escasa imaginación política.

No obstante, cuando terminaba de escribir este artículo, más de 450 intelectuales y políticos de diversas tendencias ideológicas publicaron una carta abierta pidiendo la renuncia de Boluarte, elecciones generales inmediatas y llamando a una gran movilización ciudadana[4]. Parece un pronunciamiento tardío. Es probable que, con un mejor timing, este esfuerzo hubiera ayudado a generar mayor unanimidad en el rechazo al gobierno, al menos en Lima y entre quienes han marchado antes. Ahora bien, sin pensar que realmente tendrá un impacto y sabiendo que es más probable que se sume a la ruma de comunicados anteriores, si muestra un esfuerzo para intentar rearticular el trabajo entre algunas élites democráticas. Esos esfuerzos necesitan multiplicarse si queremos tener alguna chance de construir imaginación política, un proyecto de república y una idea de nación democrática. Hay otros factores que también se necesitan, por supuesto, pero este parece muy necesario. Como recordaban Cotler y Portocarrero citando a Benedetti “quizá mi única noción de patria sea esta urgencia de decir nosotros”.

Fuente:Revista Ideele N°309. Marzo – Abril 2023

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