Foto: Armonía ©Felipe López
“En los Andes, las masacres se suceden con el ritmo de las estaciones. En el mundo hay cuatro; en los Andes cinco: primavera, verano, otoño y masacre”
Cantar de Agapito Robles, Manuel Scorza
Crisis sociopolítica, masacre y deshumanización en Perú (1)
El intento suicida de “autogolpe de Estado” de Pedro Castillo, su destitución y remplazo por Dina Boluarte, han abierto una nueva etapa en la endémica crisis política peruana. Seis presidentes en seis años y un Congreso que ha hecho de la obstrucción sistemática a los últimos gobiernos su principal agenda política han convertido al Estado en un botín en disputa, saqueado por intereses privados. Entre escándalos de corrupción, acusaciones de violencia sexual y de género, y vergonzosos blindajes, el Congreso ha alcanzado la cifra histórica de 9% de aprobación. Cabe recordar asimismo que casi todos los presidentes peruanos desde 1985, han sido acusados por corrupción, por crímenes contra la humanidad, purgan condenas, están prófugos, o cometieron suicidio para evitar rendir cuentas a la justicia.
Las reivindicaciones de las manifestaciones masivas que han venido desarrollándose son múltiples, y han evolucionado con el pasar del tiempo, teniendo actualmente como principal demanda la renuncia de Dina Boluarte y el adelanto de elecciones, seguida por el cierre del Congreso, una asamblea constituyente y la liberación del expresidente Castillo. Estas demandas, además de ser una respuesta a la indignación originada por la represión estatal, deben ser en parte comprendidas por la identificación de los sectores populares, en particular de las provincias, al símbolo que representa Castillo. Muchos de sus electores insisten, antes que nada, en que, por primera vez en la historia republicana, tuvieron a un presidente “igual a ellos”, incluso a pesar de las acusaciones por corrupción y la incapacidad para dirigir que demostró tener en el curso de su breve mandato. Tal como lo explica José Carlos Agüero, la candidatura y posterior victoria de Castillo reactivó la fe en que, a pesar del desprecio y el racismo, a la hora de votar, los peruanos podían estar en un pie de igualdad y los excluidos podían al fin acceder a los frutos de la democracia. En este sentido, la inmediata caída de Castillo y las maniobras de un congreso de corte mafioso y golpista son algunos de los factores que explican la desilusión con la que sus votantes vivieron su salida del gobierno. Tras el envío de los militares a las regiones declaradas en estado de emergencia, el gobierno acaba de alcanzar otra cifra histórica, esta vez a nivel regional: más de 50 muertos desde diciembre – entre los cuales varios menores – y casi un millar de heridos. La violencia desatada a raíz de la represión no hizo sino amplificar la movilización y todo deja entender que la calma está todavía muy lejos de ser una realidad.
La ausencia de un trabajo de investigación serio, cuando no el explícito ejercicio de desinformación, por parte de los principales medios de comunicación, en particular aquellos pertenecientes al grupo El Comercio, ha jugado un rol clave en el aval de la narrativa del Estado sobre los acontecimientos recientes. A tal punto que tuvo que ser la agencia internacional de noticias Reuters la que mostró a la opinión pública, que algunas de las muertes no fueron en lo absoluto “daños colaterales” sino asesinatos deliberados de personas desarmadas, e incluso simples transeúntes. Esta agencia de noticias difundió por primera vez, tanto a nivel internacional como nacional, las imágenes de Edgar Prado Arango, aquel hombre de 51 años ejecutado el 15 de diciembre por un soldado cuando se encontraba en la puerta de su casa socorriendo a un herido en Ayacucho. Pocos días después, Marco Antonio Samillán Sanga, joven interno en medicina, sería asesinado por la policía cuando brindaba auxilio a los manifestantes heridos el 9 de enero en Juliaca. Miembros del Equipo Peruano de Antropología Forense (EPAF) han indicado que las autopsias a las que tuvieron acceso dan indicios sobre la violación de derechos humanos resultante del uso desproporcionado e injustificado de la fuerza y de las armas. Algunos de los difuntos fueron asesinados por proyectiles de los militares o los policías, dirigidos específicamente a las partes vitales del cuerpo: cabeza, tórax o abdomen.
Frente a la tragedia que golpea actualmente al Perú, proponemos brindar algunos elementos de análisis para comprender el estallido de violencia.
¿Quién es Dina Boluarte?
Nacida en el departamento de Apurímac, donde fueron asesinadas seis personas en la represión de diciembre, la abogada Dina Boluarte se presenta como la presidenta de “los nadies” y del “Perú profundo”. A pesar de su manejo limitado del quechua, no ha dejado de interpelar a los manifestantes en esta lengua, pero más para increparlos e instarlos a “voltear la página” que para proponerles un verdadero “diálogo”. Cabe recalcar que hablar quechua no implica necesariamente una identificación con los manifestantes y sus reivindicaciones. El uso político del quechua ha sido clave en las dinámicas de poder desde el periodo colonial. Desde los evangelizadores españoles en el siglo XVI, hasta los gamonales en los siglos XIX y XX, el uso del quechua ha sido un instrumento de dominación de la población indígena. Si los atributos étnico-raciales ocupan efectivamente un rol en la represión de las fuerzas del orden, como lo abordaremos más adelante, la identidad de clase de Boluarte es lo que la distingue de sus conciudadanos movilizados y de la mayoría de las víctimas, pertenecientes a las clases más bajas y a los sectores de origen campesino quechua y aymara. Por otro lado, al ser la primera mujer jefa del Estado, Dina Boluarte no ha dudado en utilizar el hecho de ser mujer para calificar a la oposición de «machista». En un país devastado por las violencias de género (111.524 denuncias de mujeres desaparecidas de las cuales solo el 48% fueron encontradas en el 2022) y los feminicidios (674 en los últimos 5 años), la hipocresía de esta recuperación política del discurso feminista para desnaturalizar los argumentos y reivindicaciones de la oposición sería cómica si la situación actual no fuera tan grave. Boluarte también ha velado por construir y transmitir una imagen de sí misma como encarnación de “madre” de los peruanos. Pero detrás de este discurso supuestamente maternal, se esconde un paternalismo con rostro de mujer que infantiliza a los ciudadanos y les niega toda agencia política so pretexto que estos serían manipulados, chantajeados y hasta comprados. Por otro lado, la presencia militar que acompaña a la presidenta en sus tomas de palabra públicas, algo inédito desde el final de régimen militar de los 80, refuerza a su vez los símbolos de una masculinidad bélica que justifica el uso despiadado de la violencia para lograr la “pacificación”, una expresión castrense en uso durante el conflicto armado interno. No olvidemos que Dina Boluarte es la jefa de las Fuerzas armadas, por lo que las muertes por la represión recaen sobre su responsabilidad y la de su gabinete.
Un helicóptero militar sobrevuela los alrededores del aeropuerto de Ayacucho, foco de la represión militar y policial. ©Miguel Gutiérrez Chero
El vándalo, el terrorista, el deshecho: los procesos de deshumanización
Para comprender la represión militarizada contra los manifestantes proponemos abordarla bajo el prisma del “continuum de violencias” desarrollado por Nancy Scheper-Hughes y Philippe Bourgois para calificar a las violencias visibles e invisibles, físicas y simbólicas, estructurales y normalizadas, que incluyen ataques a la dignidad y al valor de las personas. La violencia remite a un fenómeno destructor y reproductivo, cuyo poder y significación se apoyan en las dimensiones socioculturales de esta violencia. Las expresiones de la violencia se encuentran, por lo tanto, moldeadas por las estructuras sociales, los modelos culturales y las ideologías que las forjan, por lo que no basta con abordar la muerte de estos más de cincuenta civiles únicamente desde la violencia física. Es necesario analizar también lo que Rocío Silva Santisteban califica de “basurización simbólica”, y que convierte a algunas personas en seres despreciables y desechables, justificando así su humillación y reducción al estatus de ciudadano de segunda clase, o trayendo consigo su exclusión de la comunidad nacional, su desperuanización. Este discurso también autoriza tácitamente el uso de la violencia física, y posteriormente legitima su impunidad. Por lo general, la violencia se genera y reproduce primero en el lenguaje, antes de desplegarse sobre los cuerpos.
La acusación de “delincuentes”, “vándalos” e incluso “terroristas” ha venido desde las más altas esferas del Estado, sea por miembros del gobierno y del Congreso, por los militares y policías a cargo del control de las regiones, así como por parte de numerosos medios de comunicación. Esta injusta asimilación justifica el uso de una violencia desproporcionada e indiscriminada de las fuerzas del orden contra la población civil. Tal como lo indicamos en la introducción de nuestro libro colectivo, La violencia que no cesa, uno de los epítetos más injuriosos en Perú, asociado al conflicto armado de fines del siglo XX y a su posteridad actual, es el neologismo terruco. Dotado de una carga estigmatizante potente, este término fue utilizado en los años 80 y 90 para designar a los miembros reales o supuestos de grupos subversivos. Aunque no existen dudas sobre las acciones terroristas de estos grupos subversivos, y en particular de Sendero Luminoso, cabe recalcar que las fuerzas del orden también fueron responsables de terribles violencias contra la población civil. La potencia de la acusación de “terrorista” tiende, en este sentido, a disminuir e incluso disimular, la violencia del Estado que implicó torturas, desapariciones forzadas y masacres, aunque el término “terrorismo de Estado” sea muy poco empleado en Perú. La etiqueta de terruco designa a ese Otro políticamente despreciable, cuya reputación se tendría que arruinar, de quien habría que deshacerse. Por lo general, esta calificación ha sido el preámbulo y el detonador de una violencia física perpetrada por las fuerzas del Estado, en particular en las provincias y en las regiones rurales de los Andes y la Amazonía. Durante la guerra, la represión militar terminó reforzando el desprecio por la indianidad del que el término “terruco” viene a ser la síntesis. Tal como lo analiza Carlos Aguirre, el “indio sucio” pasó así a ser el “terruco indio de mierda”, revelando el carácter racista de las interacciones sociales y las estructuras de dominación que prevalecían durante el conflicto armado y prevalecen hasta el día de hoy.
Toque de queda ©Felipe López
El fantasma del terrorismo ha seguido utilizándose incluso después de la desmilitarización del país en los años 2000 y en particular, a partir del 2010, a través del terruqueo. En las manifestaciones contra las empresas extractivistas que se multiplican en las zonas rurales del país desde hace dos décadas, y afectan en particular a la población campesina e indígena más pobre del país, este sector es a menudo calificado de terruco. Bruno Hervé ha mostrado que los mecanismos jurídicos de criminalización de los manifestantes opuestos a estos proyectos, se ha apoyado en gran medida en la aplicación de una legislación “antiterrorista” nacida en el marco de la “lucha antisubversiva”. El terruqueo y su reciclaje semántico del terrorismo atraviesa la vida política peruana desde hace varios años, apoyándose en un imaginario regreso del terrorismo de la época del conflicto armado y alimentándose del miedo generalizado que suscita.
Pero el terruqueo no se limita al plano discursivo y conlleva un potencial trágico. Carla Granados señala que el envío de las fuerzas armadas, como método de resolución de conflictos sociopolíticos, a las regiones donde los ciudadanos que protestan son acusados de ser terrucos, facilita el empleo de armas letales y el proceso de banalización o incluso justificación de su muerte. El país habría pasado de un periodo de “brutalización” característico de la lucha antiterrorista – como ideología y cultura de guerra que busca eliminar al “enemigo interno” – a otro de brutalización de la política en un contexto de postconflicto anclado en la percepción de una sociedad que se concibe en estado de guerra permanente. Y esto es lo que autoriza y legitima la eliminación física del supuesto enemigo interior. En este contexto, Granados precisa que la ausencia de empatía respecto a la vida de estos “otros” no solo incita a matar, sino que también anula todo sentimiento de culpa. Además, tal como lo explica Stefano Corzo, desde el final del conflicto armado, no se ha realizado ninguna reforma estructural de la policía y las fuerzas del orden para sobrepasar la lógica y la herencia de la lucha antisubversiva. Esta sigue moldeando sus modalidades de acción y explica la presencia de un lenguaje militarizado que prona el uso de las balas antes que el diálogo. Corzo considera que a lo largo de estos últimos años se ha arraigado en las fuerzas del orden un imaginario colectivo de la represión y del terruqueo, alimentado por un sector importante de la clase política. Una clase política que, como lo afirma Granados, también se ha beneficiado de la militarización de la política, como lo muestra el creciente número de militares en retiro que se convirtieron en congresistas en los últimos 10 años.
Continuum de violencias e indiferencia ante los muertos invisibles
Veinte años después de la entrega del Informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (2003), la repartición étnica, social y geográfica de las víctimas actuales muestra semejanzas alarmantes con las del conflicto armado. El conjunto de los muertos y la mayoría de los heridos pertenece a las zonas más pobres del país. Los perfiles son casi siempre los mismos: jóvenes, estudiantes, agricultores o trabajadores informales, de clase baja. En los testimonios compilados por los medios independientes Wayka, Ojo Público y Salud con Lupa, o internacionales como The New York Times y El País, los relatos de vida de las víctimas dan cuenta del continuum de violencias característico de sus trayectorias familiares. Estos relatos de supervivencia y precariedad social se inscriben en una larga y arraigada historia de exclusión que, por lo general, fue recibida con indiferencia por varios sectores de la capital.
Las familias de las víctimas lloran a sus muertos durante el entierro en el Cementerio general de Ayacucho. ©Miguel Gutiérrez Chero
Judith Butler ha señalado la importancia de comprender la precariedad social como una construcción política. En el caso de Perú, esta expone a algunos sectores de la población, de manera diferencial, a la marginalización, a la violencia, a la muerte y al duelo, puesto que son considerados como sub-ciudadanos, e incluso no ciudadanos. Las muertes asociadas a las “vidas precarias” son juzgadas como menos dignas de ser lloradas que otras. O peor aún, la sospecha de culpa termina recayendo sobre estas personas como una condena. Los supuestos lazos con el terrorismo los convierte en una amenaza que necesita ser sofocada por el bien común, y permitiría justificar su muerte. Por otro lado, Butler subraya que el simple hecho de concentrarse y salir a manifestar de estas personas, molesta. La pretensión de estos “invisibles” a ejercer su derecho a la protesta en el espacio público, los confronta así brutalmente al destino de volverse “desechables”. A su vez, Guillermo Salas asocia el desinterés de Lima al concepto de “racialización de la geografía”, fundado en una división ficticia pero interiorizada del territorio nacional en tres “regiones naturales” asociadas a diferentes grados de modernización. Un Perú moderno en la costa, que se cree libre de indígenas, y opuesto a los Andes – imaginados como un espacio de montañas impenetrables y hostiles al progreso, habitados por indígenas atrasados – y la selva amazónica – que se considera inhabitada o habitada solo por salvajes. La jerarquización étnico-racial que resulta de esta cisión caricaturesca hace que se naturalicen las desigualdades estructurales y se inscriban en el territorio. Salas subraya que las situaciones de violencia, que se reproducen con una regularidad inquietante, están influenciadas por la imposibilidad de empatía frente a las víctimas que se ven reducidas a su origen geográfico y a la racialización que esta implica. Añadimos que esto favorece, una vez más, la impunidad de los crímenes perpetrados.
Entierro de las víctimas de la represión en Ayacucho. ©Miguel Gutiérrez Chero
Al igual que en los años 80 y 90, los habitantes de Ayacucho, epicentro del conflicto armado interno, interpelan a los medios de comunicación en quechua, recorren las plazas con sus féretros a cuestas y entierran a sus muertos sin el menor duelo nacional. Volver a ver a Ayacucho sitiado por las fuerzas militares y a los helicópteros lanzando bombas lacrimógenas desde el cielo, o escuchar las balas y los gritos a lo largo de la noche, hace resurgir los recuerdos más sombríos y dolorosos de esta región devastada por la guerra y en cuyo territorio se concentró el 40 % de los muertos y desaparecidos. En diciembre del año pasado, al día siguiente del asesinato de diez personas en Ayacucho, y mientras que el ministro del Interior aseguraba que la “violencia había disminuido”, la plaza central de Huamanga se llenaba de manifestantes bajo el lema “no somos terroristas”. Pero la situación es aún más trágica. En algunos casos, las personas que perdieron a sus familiares por la violencia política en los años 1980 son las mismas que deploran la muerte de sus seres queridos en el 2022. Es el caso de Paula Aguilar Yucra, miembra de la Asociación Nacional de Familiares de Detenidos, Secuestrados y Desaparecidos del Perú (ANFASEP). Paula huyó de su pueblo en los años 80 con sus dos hijos pequeños y tuvo que desplazarse varias veces hasta instalarse definitivamente en Huamanga, tras el asesinato de su madre por Sendero Luminoso y la desaparición forzada de su hermano por los militares. Solo uno de sus hijos logró sobrevivir a las terribles condiciones del desplazamiento forzado. El 15 de diciembre del 2022, su sobrino-nieto, José Luis Aguilar Yucra, joven padre de familia de 20 años, fue asesinado por una bala en la cabeza cuando volvía del trabajo.
Paula Aguilar Yucra muestra una da las balas que fueron disparadas a los manifestantes el 15 de diciembre del 2022 en Ayacucho. ©Miguel Gutiérrez Chero
Conclusión
“Por esta presidenta, nos estamos matando entre peruanos”. Palabras del padre de José Luis Soncco Quispe, policía asesinado en Puno
Le sordera del gobierno actual frente a las reivindicaciones populares, su rechazo de entablar un diálogo real y el despliegue desproporcionado de la violencia de Estado de estas últimas semanas dejan en claro que las protestas no solo van a seguir extendiéndose sino también podrían radicalizarse, a la par de la brutalidad estatal. En las manifestaciones de enero que se prosiguieron en el sur, la represión policial en Puno, Juliaca y Cuzco volvió a causar la muerte de más de veinte personas. Se registró además el primer muerto de las fuerzas del orden: Luis Soncco Quispe, de 29 años, fue encontrado calcinado en su patrulla de policía. Cabe recalcar que la mayoría de los muertos de las fuerzas del orden, en el marco de este tipo de conflictos sociopolíticos, pertenece a las escalas más bajas de la jerarquía militar y policial, así como a los sectores socioeconómicos más pobres, al igual que los manifestantes. Más que una coincidencia, esta similitud recuerda que la carne de cañón se diferencia por lo general de los superiores jerárquicos y de quienes dan las órdenes sin asumir ninguna responsabilidad política.
Con el pasar de los días, la ascendente búsqueda de reconocimiento ciudadano, tan golpeada por el desprecio, la calumnia y la represión armada, se alimenta y alimenta a su vez la espiral de violencia. Mientras que Dina Boluarte, cuyo gobierno registra más muertos que días en el poder, insiste en que no entiende por qué la gente sale a manifestar y el Congreso se esmera en proteger al Ejecutivo, una procesión de 100.000 personas recorrió las calles de Juliaca para rendirle homenaje a sus muertos. “Paren la matanza” fue la portada de La República y el mensaje de los principales organismos de derechos humanos nacionales e internacionales que, preocupados por la magnitud de esta tragedia, reclaman soluciones alternativas a la violencia armada para resolver la crisis.
Decenas de miles de peruanos partieron desde distintos puntos del país, y en particular de los Andes sureños, arropados con banderas peruanas, rumbo a Lima para la marcha histórica del 19 de enero del 2023. Estos hombres y mujeres que reclaman el respeto de las libertades democráticas y una participación efectiva de los sectores más necesitados del país también nos recuerdan que, a pesar de la marginalización histórica a la que se ha relegado a las regiones periféricas y a sus habitantes, ellas y ellos también forman parte de esta “comunidad imaginada” llamada Perú, en la que pretenden ejercer sus derechos como ciudadanos. La forma en la que Boluarte increpa a los manifestantes reproduce las típicas interacciones entre mistis y campesinos indígenas, en las que, producto del gamonalismo característico del surandino previo a la Reforma agraria de 1969, se les trataba casi como a siervos. “¿Por qué no están trabajando?… ¿Quién los financia?… ¡En sus protestas no hay ninguna agenda social que el país necesita! … Ustedes quieren generar caos y desorden y tomar el poder de la nación. ¡Están equivocados!”, resondra y acusa Boluarte a los manifestantes venidos de provincias, negando su capacidad de raciocinio, agencia política y organización. La amonestación déspota y ametralladora de Boluarte, en un triste guiño a la novela de José María Arguedas Todas las sangres, no hace sino revelarla como una verdadera misti abusiva entre quienes dice representar. Una misti envuelta en un halo de traición, por su alianza con sus otrora más feroces rivales, con respecto a los votantes que pusieron a Castillo en el poder sea por adhesión o para evitar la victoria del fujimorismo (cuya presencia es más perceptible que nunca), y finalmente, a esa comunidad andina, a la que dice pertenecer y que actualmente no solo no la reconoce, sino que la repudia. Pero ojo, el mundo de Don Bruno y don Fermín es cosa del pasado.
Gracias a Miguel Gutiérrez Chero y a Felipe López por permitirnos incluir sus fotografías y creaciones artísticas.
Ayacucho ©Felipe López
Lista de difuntos hasta el 20 de enero del 2023: Beckhan Romario Quispe Garfias, 18 años (Apurímac), D. A. Q., 15 años (Apurímac), R. P. M. L., 16 años (Apurímac), John Erik Enciso Arias, 18 años (Apurímac), Wilfredo Lizarme Barbosa, 18 años (Apurímac), Miguel Arcana, 23 años (Arequipa), Christian Rojas Vásquez, 19 años (Apurímac), Carlos Huamán Cabrera, 26 años (La libertad), José Sañudo Quispe, 31 años (Ayacucho), Clemer Fabricio Rojas García, 22 años (Ayacucho), Jhon Henry Mendoza Huarancca, 34 años (Ayacucho), Luis Miguel Urbano Sacsara, 22 años (Ayacucho), José Luis Aguilar Yucra, 20 años (Ayacucho), Edgar Wilfredo Prado Arango, 51 años (Ayacucho), Raúl García Gallo, 35 años (Ayacucho), C. M. R. A., 15 años (Huamanga, Ayacucho), J. W. T. C., 17 años (Junín), Diego Galindo Vizcarra, 45 años (Junín), Ronaldo Fernando Barra Leyva, 22 años (Junín), Leonardo Ancco Chaka, 27 años (Ayacucho), Xavier Cándamo Dasilva, 30 años (Arequipa), Jhonathan Alarcón Galindo, 19 años (Ayacucho), Nelson Uber Pilco Condori, 21 años (Puno), Rubén Fernando Mamani Muchica, 55 años (Puno), Gustavo Illanes Ramos, 21 años (Puno), Gabriel Omar López Amanqui, 35 años (Puno), Roger Rolando Cayó Sacaca, 22 años (Puno), Edgar Jorge Huaranca Choquehuanca, 22 años (Puno), Reynaldo Ilaquita Cruz, 19 años (Puno), Marco Antonio Samillán Sanga, 31 años (Puno), Cristian Mamani Hancco, 22 años (Puno), Eder Jesús Luque Mamani, 38 años (Puno), Raul Franklin Mamani Quispe, 20 años (Puno), Y. N. A. H., 17 años (Puno), Eder Mamani Arqui, 38 (Puno), Hector Inquilla Mamani, (Puno), E. Z. L. H. (Puno), Marcos Quispe Quispe (Puno), Eliot Christian Arizaca Luque (Puno), Remo Candia Guevara, 50 años (Cusco), B. A. J., 15 años (Puno), Sonia Aguilar Quispe, 35 años (Puno), Salomón Valenzuela Chua, 30 años (Puno), Jhan Carlo Condori Arcana (Arequipa), Marizel Leonize Chamana López (Arequipa), E. V., 17 años (La Libertad), Efrén Cruz Cabrera, 45 años (Cusco), Lucio Quispe Ccallo, 32 años (Cusco), Yoni Rosalino Cárdenas Escobal, 51 años (La Libertad), Isabel Paucar Sapillado, 89 años (Cusco), S. A., RN (Puno), José Santos Medina Vega, 39 años (San Martín), Julia Carhuapoma Patiña, 51 años (La Libertad), José Luis Soncco Quispe, 29 años (Puno).
Fuente: Noticias: SER:PE