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Resonancia en el silencio

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Gustavo Gorriti.-
Las elecciones del domingo 11 estarán enmarcadas por el temor, la grisura, la desesperanza. La vida nacional sufre por largo tiempo el efecto devastador de la peste. El mundo entero sufre, pero unos sufren más que otros y nosotros estamos entre ellos. Los gobiernos, que debieron haber guiado al país en la travesía por el valle de la muerte, lo han hecho mal; y peor en los últimos tiempos.

Toda peste maligna en la Historia ha corroído el tejido social y la fuerza institucional de las sociedades atacadas, en muchos casos con largas secuelas y consecuencias nefastas.

En esas condiciones y con el elenco de candidatos que conocen, vamos a elegir a la presidenta o el presidente y al Congreso que gobernarán –es decir, guiarán– el país durante cinco años a partir del 28 de julio.  Es lógico que cuando comparamos a los candidatos con su misión, sintamos aprensión y desesperanza, mientras crece la estridencia de los demagogos.

Pero recordemos que antes que la peste oscureciera nuestras vidas, nos preparábamos a celebrar con modesto pero justo orgullo los doscientos años de vida de nuestra República. Que en este año del Bicentenario podíamos concluir que estábamos ya en el camino de construir una República crecientemente próspera y libre, fiel a la visión fundacional de quienes crearon la nación.

Podíamos, sobre todo, sentir orgullo por lo logrado en la nación desde el inicio del siglo y el milenio. Derrocamos una dictadura e inauguramos el período más largo de vigencia ininterrumpida de la democracia en nuestra Historia. Iniciamos entonces una lucha sin precedente contra la corrupción, que sentó la base para proseguir luego, con mucha mayor fuerza y profundidad, la brega frente a otras formas y actores de la misma corrupción. Alcanzamos en ello logros inéditos tanto en el Perú como en comparación con muchas otras naciones; y logramos entrever la posibilidad de construir una sociedad mucho más sana y honesta, pese a las contraofensivas que sabíamos iban a llegar, como llegaron.

En medio de todo ello, logramos crecer casi sin pausa, año tras año. Un crecimiento mal distribuido, pero mejor sin duda que el no crecimiento o el retroceso. Iniciativas nuevas, empresarios creativos concentrados en la revalorización de lo nuestro pusieron los cimientos para construir aquel legítimo orgullo basado en todas aquellas virtudes que nos hacen únicos entre las naciones y muy competitivos en muchas otras.

Y lo más importante: lo hicimos y logramos pese a liderazgos políticos que, salvo alguna excepción, fueron mediocres, poco eficaces y, sobre todo, corruptos.

¿Cómo lo conseguimos?

La democracia, sus libertades y unas reglas en general correctas en nuestras transacciones, en la economía, permitieron el desarrollo de nuestro país (aunque con muchos defectos) gracias a la energía y creatividad de su gente.

Nuestra democracia fue precaria y mediocre, pero funcionó y funcionó bien, por obra de lo mejor de nuestro pueblo.

Democracia precozmente longeva, que, a pesar de no producir estadistas, (o quizá por ello) tuvo que vivir peligrosamente virtualmente  desde el principio, amenazada casi cada cinco años por los herederos directos de la dictadura de Fujimori y Montesinos, unidos con los descendientes de la vertiente anti-republicana, que antes de la Independencia hizo del Perú el centro de la reacción realista en América del Sur, y que nunca dejó de existir después que la República se impuso.

Es la nuestra una democracia que caminó por la cornisa una y otra vez, con el abismo cerca de los pies. Pero que en cada situación de peligro logró prevalecer. No por la guía de los líderes inexistentes, sino por la movilización popular. El resultado de esa suma desigual fue siempre el mal menor, muy insatisfactorio, pero siempre preferible al mal mayor. Y, hay que repetirlo: Lo que le faltó al Perú en liderazgo le sobró en la calidad de su gente, que le dio alma, sustancia y vida a la democracia.

En todos los casos las movilizaciones que definieron el resultado fueron cortas pero intensas. Incluso cuando la peste asoló nuestro país y propició la usurpación de la coalición reaccionaria perpetrada en noviembre pasado, la gente, especialmente los jóvenes, ocuparon las calles con movilizaciones de tal intensidad, frecuencia, intrepidez y creatividad, que fueron suficientes para derrocar en pocos días al gobierno usurpador.

El fruto de esa magnífica movilización nacional ha sido más bien ácido y mediocre, por la pobre calidad del liderazgo que surgió luego del triunfo. En otro tiempo, quizá ni siquiera ello hubiera impedido un proceso de elección y cambio de mando que fuera a la vez de orgullo y celebración por el bicentenario de la República.

En lugar de eso, caminamos hoy mirando a un abismo más profundo que los anteriores. Y este nos mira con maligna intensidad.

Ahora la movilización debe ser individual, a cada centro de votación, para que los candidatos demócratas logren la suficiente fuerza para pasar juntos a la segunda vuelta.

Este es, hay que decirlo claramente, un momento de serio peligro para nuestra democracia. Junto con la candidata, Keiko Fujimori, que representa lo que fue la dictadura fujimorista, con una serie de acusaciones penales sólidamente probadas; hay un candidato, Rafael López Aliaga, que por primera vez desde los tiempos de las más bien ramplonas camisas negras de Luis A. Florez, representa a un fascismo agresivo y malévolo, que, de llegar a triunfar, haría que el año del Bicentenario se transformara en el año del fin de la democracia en el Perú. Y créanme que reconquistarla exigiría un precio muy alto en trauma y sacrificio.

Lo peor es que se trata de candidaturas apoyadas por porcentajes menores de gente, pero que en la circunstancia actual, de candidaturas balcanizadas y grises como regla, podría permitir que una minoría antidemocrática pueda tentar asumir el poder.

Por eso considero mi deber como ciudadano llamar a mis compatriotas, a la inmensa mayoría que defiende los valores de democracia y libertad de nuestra República, a movilizarse otra vez, para impedir que perezca la democracia en nuestra nación. Siempre fue importante y decisivo hacerlo, pero nunca como ahora. Incluso más que en los días gloriosos de noviembre pasado.

Pero si en noviembre del 2020, como en 2016, como en 2011, como en el dos mil, las calles resonaron con las marchas de cientos de miles de personas, que definieron el curso de las cosas, ahora la movilización debe ser individual, a cada centro de votación, para que los candidatos demócratas logren la suficiente fuerza para pasar juntos a la segunda vuelta.

Voten de acuerdo con sus convicciones por el candidato demócrata que apoyen. Pero no dejen de votar. No dejen de buscar que todos aquellos que se movilizaron con ustedes concurran a votar también. Voten sin miedos ni complejos por la candidata de izquierda, si tal es su simpatía. La absurda campaña que la equipara con Maduro u Ortega es una grosera distorsión. ¿Por qué no la equiparan con Mujica o Bachelet? Uno puede estar de acuerdo o no con ella, pero su vocación democrática, y la de sus colaboradores cruciales, es del todo evidente.

Voten por candidatos de centro, si prefieren, entre los cuales está, sin duda, el de Acción Popular. Si un sector de su partido perpetró la usurpación de noviembre pasado, él se opuso a ello sin reservas. De acuerdo o no con él, es demócrata en la vertiente de Belaunde y Paniagua. Lo mismo digo de los candidatos hoy con menor votación, como Beingolea o Guzmán. O de quien tiene un equipo inequívocamente democrático, como Forsyth.

Si hay una movilización masiva de votantes decididos a defender la democracia de sus enemigos, la posible dispersión del voto no impedirá que la segunda vuelta sea disputada, como debe, entre fuerzas democráticas.

Si en jornadas anteriores, las calles y los espíritus resonaron con la fuerza masiva de la ciudadanía movilizada, el domingo esa fuerza masiva debe ser mayor. Debe ser la resonancia silenciosa de la marcha a miles de mesas de votación para que la voluntad de centenares de miles de almas recias, armadas con sus principios y su decisión, defina para bien, en una sola jornada, nuestro destino.

Es la elección del Bicentenario. Honremos a los fundadores de nuestra Patria cortando el paso a los herederos del Visitador Areche.

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